jueves, 4 de diciembre de 2008

[[[AT-FIELD]]]

Pink

Montado en la burra veo a uno de los recién adquiridos
brocha-policía, capacitados para prevenir las extorsiones
y además cobrar el pasaje, hijueputa, reverbera en mi
mente junto al maldito dildo rosado de Marla, que no
logro exprimir de los sesos, cuando un tipo, sí, de esos
tipos “raros” se sube a la burra y se sienta a un par de
metros de donde yo estoy, cerca del brocha-policía, que
de alguna manera me da algo de tranquilidad, pero el
tipo usa un gorro que podría ser pasamontañas, acerca
la mano a la cintura quizá en busca de una pistola, pienso
que este maldito se va a tronar al cabrón piloto número
no sé cuanto (*consulte en la página web de elPeriódico,
morbosamente llevan la cuenta muy bien cronometrada)
y no dejo de pensar en el condenado dildo rosado de Marla,
ojalá lo hubiese traído conmigo, ahorita mismo podría pararme
y matarlo a pura verga con el erecto dildo rosado de Marla,
a lo GTA: San Andreas. Mierda, el brocha-policía ni se percata
de todo el vergueo, el caca ese se está levantando, sí, ahorita
saca el cuete y nos pisa a todos, nos coge bien recogidos con el
dildo rosado de Marla y se truena al piloto, y nadie más anticipa
el acabose en esta vaina, coño, qué carajos hago me pregunto,
salgo “disparado como bala” y me tiro por la puerta trasera o
pego el grito al cielo de LADRÓÓÓÓNNNN y dejo que la justicia
maya se haga cargo de todo. ¿Qué hago, qué hago? Cada vez se
acerca más al piloto y yo sigo aquí, indefenso, viendo cómo un
crimen inicia y acaba en un parpadeo, me cago en la leche de lo
maricón que soy… Mierda, ya se bajó el tipo ese y a mí se me
pasó la parada por mi paranoia y el rosado dildo de Marla.

Komm, Süsser Tod


-Como escupida de borracho.

Un niño de apenas 18 acaba de caer en la
macabra realidad por el golpe asestado con
una bola de ping-pong en la cabeza, dejando
sus sueños de ser algún día un Dj, tener una
tornamesa y pasársela pinchando discos en
un oscuro salón rodeado de neones de millones
de gamas, siendo aclamado, sabiendo que en
algún cuchitril estaría para esperarlo su amada
mujer de la bodeguita de enfrente. Lamentablemente,
esa mujer apagó toda posibilidad de alcanzar
sus sueños, él tiene que estudiar, tiene que ser
“algo” en la vida, porque la realidad se percibe
y se conoce a través de un lente social económico
político e histórico, como algo ecléctico, jajajaja.
Es mi deber anunciar el ingreso a la sociedad de
Josue, y advertir que ya no será parte de los idiotas
que aún soñamos con esa clase de grandezas, se le
ha congelado cada nervio, cada veta de locura y
ha caído en una “lógica inegable” perteneciente
a las masas-parásitos.
Saludos y suerte en la vida Josue.

P.D.: ¿Graciosito, no? Jajajajajajaja.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Marking Time, Waiting for Death

II

Las condensadas gotas rompen la etérea superficie tensa del espejismo que bordea la taza explotando como cafés morteros de procesión en el cielo hundiéndose en el espacio infinito delimitado por el fondo blanco de cerámica, la bolsita de té se sumerge de nuevo en el agua endulzadamente amarilla. El humo del cigarro despegado de la mesa se eleva anunciando el fallecimiento de los movimientos elípticos de la mano de largos dedos y uñas de mujer de Casio. El híbrido sonoro del lounge llena el espacio con motas de jazz en el recinto, conteniendo la desesperación general de todos los pacientes en la sala de descanso y recreación, donde una televisión muestra algún reportero mudo cubriendo la noticia de la inminente luminiscencia que reventará sobre los cielos del continente no tan nuevo y sí desgastado producida por EV Lacertae, la verdadera presencia de la muerte en cinco años continuos de aurorealidad boreal intermitente cada seis meses.
– Qué rollo ese del espacio, ¿verdad?– exclama Julio con rostro de soledad.
– ¿A qué te referís?– pregunta Erick, desconsolado por el abandono.
– Sobre eso de las estrellas y el Universo vos– repunta Enrique con vetas de rencor.
– Ah, no es nada que nos importe, no es de este mundo– reclama Henrry o Harry o Andy o Candy, cuyo nombre todos han olvidado, y sólo conocen por aquél.
– Una estrella más cercana a Dios que nosotros explotará pronto– comenta Luigi entre sus ínfulas de nativista.
– Nosotros no veremos nada, estaremos encerrados y amarrados a las camas por tubos y líquidos mientras esto pasa por las noches– y alude Casio, dejando el cigarro entre la comisura de sus anchos labios y expulsando los restos de nicotina rechazados por sus pulmones.
Las bocinas anuncian el fin de la re–creación para los pacientes del Ala Norte con una voz melancólica. De la nada comienzan a salir ordenanzas por todas las puertas para llevar a los enfermos a sus respectivos cuartos. Casio se deja llevar por dos hombres de enormes brazos hasta su silla de ruedas, despidiéndose de sus compañeros que también eran cargados como trapos sucios. Ya en el pasillo iluminado por treinta y seis tubos incandescentes que ocultaban las manchas de sangre renegrida, vómitos y demás inmundicias del hombre. Justo en la habitación N8 una cama con sábanas recién cambiadas esperaba a Casio, dos enfermeras listas para entubarle todos los orificios del cuerpo y unas cuantas intravenosas cargadas de fuertes sedantes para evitar los gritos de dolor por las noches. Luego de todo el procedimiento de intubación esterilítica, Casio contaba la gotas que caían de la ampolla de suero a 500ml cada 8 horas, decantando el tiempo que le quedaba para lograr conciliar el sueño en un total de 2 mil 451 gotas. En el momento que la gota número 326 resbalaba de la llave de paso, la puerta recibió dos pequeños golpes, anunciando la llegada de alguien, una enfermera, que rápidamente entraba, chequeaba todos los aparatos conectados de la pared al cuerpo de Casio, mientras volvía alejándose hacia la puerta.
– Tiene visitas, ¿desea que entre?
– Sí, de otra manera me volvería loco– mientras la gota 357 pasaba de largo.
– Es usted un bromista Casio– dijo la enfermera guiñándole un ojo.
Sofía entró con su pelo azabache rozándole las nalgas, una blusa blanca de cuello alto, pero no te tortuga, un gorro de esos que parece de taxista le decía Casio, y el vaquero que la caracterizaba. Se sentó junto a Casio y con un beso en la frente comenzó a llorar de manera irreparable, dejando a Casio mucho más sedado que la mejor y mayor cantidad de morfina en el mundo. Dejó la bolsa en el otro costado de la cama, Casio ya ocupaba menos de la mitad de la misma por la cantidad de masa y volumen que había perdido en el proceso de quimioterapia. Gota número 896, y Sofía mantenía un fuerte abrazo alrededor de Casio, cambiando de canales en la televisión en busca de alguna repugnante novela mexicana. El silencio se ampliaba con cada tamborilazo que daba al control el pulgar de Sofía, su lagrimeo parecía detenerse, gota 1,284.
– ¿Qué dicen las pruebas Sofía?
– No estoy segura, a mí los médicos– se le quebró la voz en el golpe de la gota 1,522.
– Dime Sofía, qué dicen las pruebas.
– Que te quedan como máximo cinco años de vida, continuando los tratamientos, de lo contrario, sólo uno o dos meses.
– Mierda. ¿Qué decisión tomarás?
– ¿Cómo que qué decisión? ¿Por qué me preguntás eso?
– Porque sos mi dueña, yo ya no me pertenezco, vos decidís si seguir gastando en que máquinas y líquidos me mantengan en este estado vegetativo, yo ya ni puedo tomar la decisión de morir o seguir así, que tampoco es estar vivo, y que bien lo sabés.
–No puedo con tanta presión Casio, es demasiado, demasiado.
La gota 1,936 cayó con el movimiento de la puerta al cerrarse, Casio apretaba con fuerza las sábanas sudadas, sangradas, lloradas con sus manos, tratando de aguantar el dolor que le causaba la enfermedad y la respuesta de Sofía más que la noticia de su anticipada muerte, justo como la estrella terminaba de pensar cuando la lágrima número 2 mil 450 se desprendía de el globo ocular y el perfume de Sofía se adueñaba de toda el Ala Norte, haciendo recordar a los demás pacientes algún trágico amor de jóvenes.

viernes, 28 de noviembre de 2008

Marking Time, Waiting for Death

I

…uno…dos…tres…cuatro…cinco…seis…siete…Casi lograba alcanzar la armonía entre los números de su mente y las ondulaciones del viejo péndulo de la sala. Siete, siete, siete, siete, siete, siete… hasta que una campanada rasgó el silencio denso que regía la atmósfera del café, haciendo que Sofía, con el pensamiento desperdigado en el eco de la campanada, colocara unos cuantos billetes por la cajetilla de cigarros y la infusión de manzana y canela que había ordenado, que irónicamente contrastaba por su desagrado al resto de tés en el mundo. Se levantó evitando la mirada de los demás clientes que se percataron que bajo ese cabello hirsuto se escondía un rostro hermoso que dominaba el resto de su lánguido cuerpo. Unos ojos avellanados enfrentándose a la fuerza inverosímil que cobraba el viento de noviembre en esta ciudad infernal, este Centro Histórico donde se podía escuchar el rugir de los intestinos del diablo mismo bajo el concreto de las calles y las casas, se dirigieron rápidamente a la parada de camionetas, comprobando que definitivamente, no hay horas pico aquí, sólo las horas de la madrugada, y el sobrante del día repleto de individuos discapacitados por vivir en la capital.

Nuevamente contando hasta siete, únicamente que ahora eran sus pasos, Sofía atravesaba el pequeño callejón oscuro hasta llegar al Palacio de la Cultura, donde pisaba siempre la placa del kilómetro cero, el ombligo de Satán pensaba ella, para luego dirigirse hacia el edificio que se extendía altísimo, quizá no tanto, para atrapar las pocas estrellas que titiritaban esa madrugada devastadora. Entró por el área de parqueo para tomar el ascensor hasta el undécimo piso. Mientras presionaba el botón con una flecha hacia arriba desdibujada por el uso, Sofía pensaba lo que debería hacer el día siguiente, en que su vida cambiaba por completo, y de qué manera guardaría estas últimas horas antes del sol de este vigésimo primer catorce de noviembre, cuando un sonido como gutural la despertó de su ensimismamiento, viendo al tiempo que se abría la puerta del ascensor un rostro joven, de nariz halagüeña, ojos profundos, gran complexión física, y claro, con una veintena de años menos que ella.

-Buenas noches –repitió él, haciendo una pequeña pausa en ambas eses.
-Noches, ¿usted vive aquí?
-Sí, acabo de mudarme. Por puro romanticismo, nada más.
-¿Romanticismo?
-Por ser el Centro, ya sabe, no hay nadie a quien no le guste.

Sofía rio por lo bajo, cuando recordó que no había presionado el botón para su piso. El elevador se detuvo con la luz roja que rodeaba el botón con un nueve en el panel. Fernando se despidió con un ligero ademán de la cabeza y salió. Las puertas del ascensor comenzaban a cerrarse…quizá debería invitarlo a subir a mi piso, pero, ¿y si dice que no? Además, ¿por qué habría de decir no? Sí, seguro que dirá que sí. Pero no lo conozco, ni siquiera sé su nombre, ¿cómo invitarlo a pasar, si no sé cómo dirigirme a él? Mierda, María Sofía, entonces para qué tanto alboroto. ¿Acaso no habías acordado ya que tu vida cambiaría?... Las puertas se cerraron y el elevador siguió subiendo, Sofía presionó a tiempo el botón, y salió a un pasillo rodeado de puertas de madera y una hilera de focos en el techo, algunos con intermitencias de luz y otros apagados. Caminó a través del pasillo hasta la quinta puerta a la derecha. Sacó del bolsillo una llave y abrió la puerta, entrando mientras estiraba el cuello para darle un último vistazo a las puertas del ascensor.

El apartamento se encontraba en un silencio sepulcral, hasta que el movimiento de un interruptor eliminó la oscuridad con chorros de luz, dejando ver un suelo de baldosas españolas barrocas, algunas pinturas colgadas en las paredes, dos sillones de terciopelo marrón y una mesa de centro con un florero lleno de agapantos morados, en fin, una sala de estar. Se quitó la gabardina negra lanzándola sobre uno de los sillones, luego la bufanda de metro ochenta de largo, los tenis blancos, el pantalón de lona, y la blusa celeste que llevaba bajo un suéter gris mientras avanzaba hasta el baño, encendiendo distintas luces del apartamento, dejándolo todo iluminado. Sofía se detuvo sobre el lavabo, y vio su rostro y medio torso en el espejo, mostrando sus hermosos senos de media libra cada uno, el inicio de pocas arrugas en el cuello, el cabello suelto azabache sobre sus hombros, y una mirada de desconsuelo ante la belleza que ella creía, había perdido con el tiempo. Regresó a su habitación donde se colocó un pants y una playera con el mapa de Guatemala en el frente y un quetzalito caricaturizado surcando Los Cuchumatanes, la expresión de ella más patriótica posible pensaba, y se recostó en la cama luego de haber apagado todas las luces. Con un suspiro cerró sus párpados y se dejó llevar por la imaginación y el sueño de tener otra vida, una vida distinta, un vida sin haberle conocido.

domingo, 26 de octubre de 2008

Una Oportunidad

Hola -----, no sé si quizá haya dejado pasar mucho tiempo,
y tal vez no lo creas, pero pienso seguido en ti. Luego
de la amistad tan maravillosa que teníamos, paramos
en esto, como enemigos jurados por puro malentendido.
Esa noche, yo te vi con -----, y lo único que hice fue
contarle a -----, hasta ahí estuve involucrado en el
asunto, luego él le contó a -----, quien fue el que comenzó
un gran relajo, luego todo se volvió tan desproporcionado
en cosas que ya ninguno de los que estaba involucrado
originalmente tomó parte, eso de que -----, ----- y yo
llegamos con ----- a hablarle “cosas”, es pura mentira,
yo ni en cuenta, cómo le voy a ir a hablar pues, yo en
verdad espero que tú sepas que yo no soy así, nunca ha
sido mi intención lastimarte ni chingarte la vida, un día
----- me dice que deplano lo hice porque odio a -----,
imagínate hasta dónde fueron a parar las cosas, y de todo
esto, resulta que yo quedé como el cabrón que te quiso
joder la vida, y -----, créeme que no fue así, nada que ver,
ahora estamos en el mismo país tu y yo, pero como si no
existiéramos el uno para el otro, es terrible, en verdad
terrible porque sí te extraño mucho pues, platicar contigo,
contarte mis cosas, buscar tu apoyo, y mira, sí, yo nunca
debí decir nada, ahí radicó el error principal, nada hubiera
pasado y todo estaría como antes. Yo lo que trato de
expresarte es que si en algún momento te compliqué las
cosas, te pido disculpas, no quería que nada de eso pasara,
y espero algún día me des la oportunidad de hablarte de
nuevo, no sé lo que ha sido de tu vida, espero que todo te
esté yendo de maravilla, y ojalá te tomes la molestia de
leer esto. Aún te tengo bastante cariño, de verdad.



Atentamente

Juan Diego Oquendo





Guatemala, Guatemala 26 de octubre de 2008

martes, 14 de octubre de 2008

La luz es como el agua

[Cuento: Texto completo]

Gabriel García Márquez

En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos.

-De acuerdo -dijo el papá, lo compraremos cuando volvamos a Cartagena.

Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más decididos de lo que sus padres creían.

-No -dijeron a coro-. Nos hace falta ahora y aquí.

-Para empezar -dijo la madre-, aquí no hay más aguas navegables que la que sale de la ducha.

Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias había un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En cambio aquí en Madrid vivían apretados en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. Pero al final ni él ni ella pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de remos con su sextante y su brújula si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y se lo habían ganado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que era la más reacia a pagar deudas de juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo dorado en la línea de flotación.

-El bote está en el garaje -reveló el papá en el almuerzo-. El problema es que no hay cómo subirlo ni por el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más espacio disponible.

Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y lograron llevarlo hasta el cuarto de servicio.

-Felicitaciones -les dijo el papá ¿ahora qué?

-Ahora nada -dijeron los niños-. Lo único que queríamos era tener el bote en el cuarto, y ya está.

La noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se fueron al cine. Los niños, dueños y señores de la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron la bombilla encendida de una lámpara de la sala. Un chorro de luz dorada y fresca como el agua empezó a salir de la bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel llego a cuatro palmos. Entonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y navegaron a placer por entre las islas de la casa.

Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando participaba en un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos. Totó me preguntó cómo era que la luz se encendía con sólo apretar un botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.

-La luz es como el agua -le contesté: uno abre el grifo, y sale.

De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra firme. Meses después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas, tanques y escopetas de aire comprimido.

-Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve para nada -dijo el padre-. Pero está peor que quieran tener además equipos de buceo.

-¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer semestre? -dijo Joel.

-No -dijo la madre, asustada-. Ya no más.

El padre le reprochó su intransigencia.

-Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber -dijo ella-, pero por un capricho son capaces de ganarse hasta la silla del maestro.

Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían sido los últimos en los dos años anteriores, se ganaron en julio las dos gardenias de oro y el reconocimiento público del rector. Esa misma tarde, sin que hubieran vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su empaque original. De modo que el miércoles siguiente, mientras los padres veían El último tango en París, llenaron el apartamento hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los muebles y las camas, y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante años se habían perdido en la oscuridad.

En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la escuela, y les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron tan razonables, que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los compañeros de curso.

El papá, a solas con su mujer, estaba radiante.

-Es una prueba de madurez -dijo.

-Dios te oiga -dijo la madre.

El miércoles siguiente, mientras los padres veían La Batalla de Argel , la gente que pasó por la Castellana vio una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente dorado que iluminó la ciudad hasta el Guadarrama.

Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y encontraron la casa rebosada de luz hasta el techo. El sofá y los sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles, entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños usaban para bailar, flotaban al garete entre los peces de colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado, todavía encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida para niños.

Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los tanques, y Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz.


One more soul to the call



Enough...
With the light...
Tell me one...
More time...
My blood...
Your line...

Is this you, inside?

Death.
To the living...
The flame has no living heart.

In the order, of life, they know you there...
As you saw it, your plan, a real shot in the dark...

Came a little, too late...
It's over!

Calling, the children...
Conception, and dying...
Silent, but screaming!

Damage done to the flesh, what they said, in the name of the...
Damage done to the heart, is the start, of the end!
Damage done to my soul, and you know, it knows where my...
Damage done to my life, cursing loud, at the chaos!

You're here, you're gone...
It's not fair, I'm lost...
Your god, your fear...
Was it worth...
The price?

Pray. For the children!
You lost along the way.
Still remember, the names, and faces...
Cold. And abandoned.
They cry, their fate put in your hands.

When it's over, they come to haunt you...

Wasted... Confusion...
Deadly... Illusion...
Nightmare... Intrusion!

One more soul to the call, for all, in silence...
Comes two more souls to the call, for all, and in time!
Three more more souls to the call, they fall...
Unknowing that four more souls to the call, won't be all, and you know it!

Sacrifice...
Wasted life...
Destiny, redefined...
Someone, chooses you...
Lucky one, close your eyes, your family knows you're here!

Calling, the children...
Conception, and dying...
Silent, but screaming!

Damage done to the flesh, what they said, in the name of the...
Damage done to the heart, is the start, of the end!
Damage done to my soul, and you know, it knows where my...
Damage done to my life, cursing loud, at the chaos!

One more soul to the call, for all, in silence...
Comes two more souls to the call, for all, and in time!
Three more more souls to the call, they fall...
Unknowing that four more souls to the call, won't be all, and you know it!



sábado, 11 de octubre de 2008

The hedgehog's dilemma

–A mis esposas, en estas noches

de versos tristes.

I


En algún lugar cerca de aquí se escucha la narración de un partido sin razón de ser. Mario se acomoda en el mueble de la sala con las luces apagadas. Saca del bolsillo derecho del pantalón la cajetilla de cigarros y enciende uno. De pronto todo se llena de humo en la pieza y los niños ya dormidos no perciben el aroma tan peculiar. Mario quiere llorar y no puede mientras todo se torna confuso. Ligeramente los recuerdos comienzan a aflorar en su pensamiento, la idea de sus hijos es lo que más le aterra, aunque conoce la certeza de que alguien cuidará de ellos. La extraña, y se pregunta dónde estará ahora, despertará en los brazos de alguien más, o se encontrará como él, recostada en una sala silenciada de luz, sola y con ganas de llorar.
Alguien alguna vez le preguntó si realmente era feliz, claro que ella no respondió, se atragantó lentamente con el “no lo sé” y desvió la mirada. Odiaba tanto esas preguntas, no quería responder. Para entonces, cursaba el segundo año de medicina, perdida en los frascos de formol y cadáveres. Él daba clases de literatura alemana en la universidad. Como el destino maneja las cosas tan abruptamente, quiso que en la camioneta número catorce, el día veinticinco de agosto de mil novecientos ochenta y pico, él la viera subir en el Parque Central, a las seis de la mañana. A pesar de su habilidad para distraerse fácilmente, no logró remover la mirada de la joven de tez quemada a fuego lento, de ese pelo largo, lacio, azabache, de su compostura cansada, de la agitación del pecho por haber subido abruptamente las graditas de la camioneta. Al llegar a la universidad, él esperó a que ella bajara, para poder ver hacia donde iba. Luego de caminar unos centenares de metros, la joven entró en el edificio M-5. Él, agotado, encendió un cigarro y desanduvo lo caminado, hasta llegar al edificio S-2. Suspendió el curso de ese día, y regresó a su casa. Acostado en su cama, rodeado de libros y un desorden digno del Big-Bang. Debieron pasar muchísimos días de anticipada elección de buses y horarios para verla de nuevo. Ese día llevaba su filipina celeste y unos tenis blancos, el cabello más largo y atado por un moño que se perdía en la negrura. Él, de haber imaginado tantos encuentros posibles y en las diversas situaciones, tenía medidos hasta los gestos. Por la gracia divina, no habían espacios en la camioneta, así que él se paró, se apretujó contra algunas personas y le ofreció el asiento a Isabel. Ella lo negó con un gracias inaudible y mantuvo su posición, a lo que Mario volteó, alguien más había tomado el lugar, así que decidió quedarse parado junto a ella. En todo el viaje, Mario se dejaba extasiar por los roces que la turbulencia de la pésima conducción causaba con los muslos de Isabel. Podía respirar el aroma de su cabello, una esencia de higos y miel. Llegaron a la universidad por segunda vez, a lo que él bajó tras ella nuevamente. Esta vez ella aminoró la marcha, dejándose seguir por él. Al llegar al edificio de ella, Isabel se giró sobre sí misma rápidamente, atajando el paso de Mario con la mirada.
-¿Cuánto más le tomará hablarme licenciado?- dijo ella con una fuerza sorprendente.
Mario, desconcertado, atinó a balbucear algunas cosas ininteligibles.
-No me vea de esa manera, tenga, esa es mi dirección- y le entregó un papel varías veces doblado, y entró al edificio, dejando a Mario en la entrada, completamente solo.

II


La casa era una construcción de dos pisos con un techo a dos aguas, y un pequeño balcón que daba frente al Parque Concordia, sobre la catorce calle. Pocos postes alumbraban la noche, y el sereno cubría absolutamente todo. Una niña abrió la puerta de madera tras los repiques del timbre. Estaba en paños menores, (quizá no era tan niña, una adolescente con un cuerpo pequeño) y vio con mucho cuidado al hombre entacuchado frente a ella. Cerró la puerta sin ninguna advertencia más que con un guiño. Luego de dos cigarros y algunas campanadas de la iglesia de Belén, Isabel salió vestida con una falda alargada, una blusa de tirantes muy escotada, y una bufanda al cuello. Ya en el carro, le preguntó si ella sabía quién era él.
-Sí, usted es catedrático en la universidad. Lo he visto varias veces.
-Por qué me dio su dirección, ¿acaso sabía que iba a venir?
-No, no lo sabía.
En el bar de Granada, se sentaron en una mesa junto a la tercer ventana de izquierda a derecha visto desde fuera. Varias fotografías colgaban de las paredes, mostrando una capital de terracería y hombres de levita, no el sumidero visceral que es ahora. Ella pidió una chibola y él un whisky con agua. Las velas en los rincones del bar, más la de la mesa, mostraba todos los perfiles del rostro de Isabel.
-Estudia medicina, ¿no?
-Sí.
-¿Por qué algo tan difícil?
-Fue por cuestión del azar, una confusión en la papelería, como quiera llamarlo.
-Es usted muy tosca, perdón que lo diga.
-Y usted muy perspicaz, perdón que lo diga.
-¿Le gusta leer?
-Sólo grandes biblias, todo lo demás es espantoso, novelas, dramas, obras. La Biblia es la condensación del mito del hombre. Fantásticamente estúpido.
-Aunque usted ti- Mario fue interrumpido.
-Vámonos, vámonos, por favor vámonos.
-Pero, ¿a dónde?
-¡Vámonos!

El carro atravesaba el oscuro camino en la carretera. Los kilómetros brillaban bajo los faros del carro periódicamente. El frío y la niebla marcaban la altura que iban adquiriendo conforme avanzaban.
-¿Sabe usted bailar?
-No, nunca he podido, soy peor que un madero.
-Deténgase aquí, sí, ahí.
Entraron a un rancho iluminado sobre Tecpán donde una marimba amenizaba con notas cálidas la temperatura. Isabel se quitó la bufanda y con ella llevó a Mario hacia la pista de baile llena de ancianos. Sonaba remembranza mientras Isabel se movía con una naturalidad sorprendente, obligando a Mario a asimilar sus movimientos.

Comenzaba a salir el Sol cuando Mario se reacomodaba en la cama junto al cuerpo desnudo de Isabel.

III

­­­­­-Otra vez, ¿verdad?

-Por favor, Mario, no comience de nuevo.

-¡Pero por dónde pretende que comience entonces!

-¿Sabe qué? Si va a andar con esas mierdas, mejor me largo y le juro que no regreso.

-Entonces váyase, pero no pretenda que va a regresar.

La puerta del apartamento produjo un gran estruendo que despertó a Sofía. La niña, de apenas ocho meses de edad, lloraba con fuerza, perforando el enojo de Mario hasta quitarle el ensimismamiento. Se paró del sillón de la sala, caminó hasta la habitación, y cargó en sus brazos a la niña, arrullándola para sumirla en un profundo sueño. Se sentó en la mecedora heredada de su abuela, y le narró un cuento de unos niños y la semejanza entre el agua y la luz. Al cabo de media hora, Sofía dormía plácida en la cuna. Mario tenía la certeza de que Isabel regresaría, siempre lo hacía. Creía que su instinto de madre no la dejaría irse dejando a la niña con él.

-Hey, ¿se han peleado de nuevo?

-¿Por qué preguntas?

-Vi salir a Isabel hacia la calle y tomar una camioneta, llevaba paso decidido.

-¿En serio?

La mirada etérea de Julia había cambiado completamente desde que Mario la vio por primera vez bajo el quicio de la puerta aquella noche. Le encargó que cuidara a la niña y salió a la calle. El Sol de las tres de la tarde le quemaba el cráneo mientras caminaba hacia la avenida Helena. Hizo una parada en una tienda cerca del Santuario de Guadalupe para comprar cigarrillos. Encendió uno luego de tres fosforazos fallidos por el aire que soplaba sobre la octava calle por el este. Tomó una camioneta hacia San Cristobal, en la que dos payasos montaban un acto para entretenimiento de los pasajeros. Un niño de rostro maquillado pasaba por el pasillo extendiendo una gorrita de lana solicitando dinero. A pesar de que a Mario no le fascinaba el teatro, ni conocía mucho al respecto, creyó que la escena era maravillosa, y dio treinta quetzales al niño. El resto del recorrido fue pensando en el desperdicio de ese talento, dedicado a los buses y no a las salas te teatro ocupadas sólo por huitecos y burlas.

En la entrada un guardia de seguridad atendió a Mario, preguntándole qué era lo que necesitaba.

-Sólo vengo a dejar flores a uno de mis muertos.

De hecho, llevaba un ramo de agapantos morados en la mano izquierda. El guardia agitó la cabeza en señal de aprobación y permitió a Mario entrar moviendo las rejas completamente oxidadas.

-Debe apresurarse, cerramos a las seis en punto.

-Claro.

Caminó entre arboledas con el Sol cayendo a su espalda. Las nubes bajaban lentamente creando la sensación de una densa neblina. El aroma del pasto reverdecido por las lluvias de invierno inundaba los pulmones. Cada paso lo hundía hacia el centro de la Tierra, los zapatos se le llenaban de plomo, los ojos lloraban demasiado. El frío era insoportable.

-Más, creo que hará falta… ffffff, sssshhhh…

Mario se detiene abruptamente frente a un mausoleo de dos metros de altura, con una fachada de columnas dóricas con fustes y capiteles jónicos desgastados por el paso del tiempo. Algunos vitrales rotos que alguna vez enseñaban imágenes de querubines y serafines se sostenían en los marcos. Una puerta de herrumbre llevaba inscritos fragmentos de algún poema de majestuosas montañas. Con un ligero empujón, la puerta cedió rápidamente. Un corredor largo se formaba bajo los rayos del último Sol. Candelabros colgaban del arco romano prolongado en el pasillo, losas de mármol sueltas resonaban bajo las pisadas de Mario. Al final del pasillo se desdibujaba una sombra recostada contra un nicho. Isabel sollozaba con todo su cabello sobre los brazos cruzados que sostenían la cabeza. Mario se acercó lentamente y se sentó junto a ella. Pasó su brazo por encima de la espalda encorvada y estrujó con fuerza el cuerpo de Isabel.

-Aquí traigo flores, colóquelas.

-No se le olvida que los agapantos eran sus favoritos.

-Sí, nunca se me borró.

-Lo siento Mario, pero sabe que no puedo seguir con esto. Lo supo desde el instante en el bar Granada.

-¿Y Sofía, qué será de ella?

-Yo sé que usted cuidará de ella, además, siempre está Julia.

-Pero, y nosotros, ¿se irá para siempre?

-No lo sé Mario.

-¿Usted me ama?

-Odio que pregunte esas cosas, no lo haga.

-Pero, tiene que amarme, tiene que hacerlo.

-Yo a usted no le debo nada.

-Y yo le debo el mundo entero.

-Adiós Mario.


*****

No puede ser, no puedo creerlo. Esto, esto es imposible. No puede estar muerta. Ella me prometió que nunca me abandonaría, que siempre estaría a mi lado. Yo la amo, la amo más que a nada en el mundo. Y ahora esto. Esta carta, confusa, no la entiendo. Dónde estás, dónde estás. La vida no puede ser esto, yo debí morir, sí, seguramente también estoy muerto, sólo que ella está en el cielo y yo en el infierno, sí, así es, así es. Qué difícil, no puedo creer que deba ir hasta el cielo para encontrarla de nuevo, pero le prometí que iría por ella hasta donde estuviera, no importa. Sí, debo alistarme…


*****

-Buenos días doctor.

-Buenos días Samuel, ¿cómo estuvo el turno?

-Nada fuera de lo común, todo en orden.

-Qué bueno escuchar eso, así se debe comenzar un día. ¿Ya le dijeron sobre el nuevo paciente?

-Ah, sí. Dicen que inventa su suicidio todos los días y lo recita de una manera muy atrayente. Ayer preparaba cianuro de oro, creo que lo leyó en una novela.

-¿Eso dicen? No he tenido la oportunidad de escucharlo.

-Descuide doctor, hemos grabado el último “suicidio”. Puede escucharlos si desea.

-Claro que sí, quizá logremos descubrir lo que lo hizo enloquecer. Nunca antes había visto un caso como este.

-Aquí sobran doctor, usted que aún es joven y extranjero, deberá volverse Dios o loco para asimilar nuestro estilo de vida.

-Es usted un bromista Samuel.

-Claro que si, claro que si…

martes, 30 de septiembre de 2008

El Rosario

La calurosa tarde de finales de mayo de 19… un carro negro, de la funeraria L., se dirige hacia el cementerio municipal del departamento, hacia la cabecera, donde aguardan seis figuras vestidas todas de negro, un agujero cavado con desdén, y unas sillitas desperdigadas por la grama, todo bajo la mirada de perversos cuervos entacuchados. El carro aparca a pocos metros de la escena anterior, dos hombres robustos bajan del vehículo, ellos de negro también. Abren la portezuela trasera del vehículo, meten medio cuerpo, y lentamente comienzan a sacar un ataúd de madera frágil y delgada. Los hombres llevan sin ningún esbozo de dificultad el ataúd hasta las seis personas, lanzándolo al suelo con serenidad. Un sacerdote aparece de pronto, como invocado por la Gracia Divina. Abre un pequeño libro negro, la biblia suponen los presentes, que ya son ocho con los conductores de la carroza fúnebre. Comienza a leer en voz alta algunos versículos…

Mi madre solía dejarme sola por muchas horas al día, claro que yo, a mis nueve años, no comprendía nada, únicamente sabía que debía cuidar a mis demás hermanos, cuidar que comieran, comprar las verduras (ejotes, papas, tomates) en el mercado, y si había sido una buena semana, quizá compraba algo de carne. Lo más triste de todo esto, no era nuestro estado anímico, ni las lombrices que defecábamos constantemente, sino que nuestra madre, mi madre, regresaba a deshoras de la madrugada, con el pelo revuelto, ropas rasgadas, moretes, y alguna que otra vez, con heridas de filosas cuchillas que la doblegaban. Sí, mi madre era una prostituta, una sexo servidora, una pecadora, y millares de nombres más; pero para nosotros, sus hijos, nuestra madre era una mártir, era un ángel caído del cielo que dejaba que demonios comieran sus alas para protegernos. El oficio de prostituta es duro, en verdad es duro, es un arriesgar diario. Hoy acompaño a mi madre en su tumba, fría, pequeña, hostil, como todo ahora. Ella falleció por una infección de transmisión sexual, claro que el doctor sólo dijo eso, y que no había cura por supuesto. “Déjenla descansar, no queda más. No se preocupen por los gastos, su madre fue muy buena conmigo”. Sí, mi madre, que llegaba con olor a machos montunos todas las noches, mi madre que tenía dificultades de espalda y esas cosas por tanto trabajar, por mantener a sus pobres hijos al borde de la vida, porque de no ser por ella, estaríamos muertos, de no ser por ella, nuestro segundo padrastro seguiría acostándose en mi cama por las noches… Apenas logro tragar la saliva que me produce nausea. Mi madre, esa mujer que tanto quise y admiré nos ha abandonado, yo ya tengo mis hijos también, pero ellos no saben toda esta historia, la historia de mi madre y la lucha por sus hijos. Yo también soy prostituta, debo soportar el dolor diario de venderme al mejor comprador, de abrir mis piernas, de incitar a los clientes para que sigan consumiendo, gastando, babeando con el elixir de mi cuerpo, menos bello que el de mi madre por supuesto. Todos me conocen ya, me llaman “La Nena”, en alusión a mi primera llegada al prostíbulo, yo de catorce años, mi madre enseñándome a ganar el pan de cada día. Desde entonces comprendí que sería como mi madre, que debía entregarle mi cuerpo y alma a esos infelices borrachos de grandes cuentas bancarias, hijos de ricos en fin. Recuerdo los consejos de mi madre, la manera de ver al cliente, siempre el contacto visual, las caricias debidas, las palabras bien colocadas, maneras de embelesar a los más idiotas. La segunda vez que estuve con un hombre, fue con un joven de la capital, veinte años a lo sumo, que entró solo al prostíbulo con rostro de perdido. Sentado en la barra no aparentaba su verdadera estatura. Pidió una cerveza y con un ligero movimiento de cabeza, logró vernos a todas. Regresó pensativo a la cerveza; yo no podía dejar de verlo, algo había en ese hombre/niño que me cautivaba. Me acerqué y con la delicadeza, le dije si no gustaba de mi compañía, él, nervioso, me miró a los ojos y me perforó completamente. Silencio, no decía nada, se limitaba a ver mis nalgas rozar su entrepierna, yo, extasiada, podía ver cómo se le subían los colores al rostro, como su sexo se inflamaba y él dejaba que yo lo supiera. Sin prisas, se dejó arrastrar por mí hasta una de las mugrientas habitaciones, lo tendí en el catre, y comencé a desvestirme lentamente, con placer, sintiendo cada prenda deslizarse por mi piel, cada poro haciéndose existir en mí. Él parecía no comprender lo que pasaba, yo completamente desnuda, con mis senos firmes desafiándolo, desabrochaba su pantalón, introducía la mano y buscaba el miembro, lo apretaba, lo acariciaba, y él sólo se limitaba a respirar con agitación. Luego, como rompiendo el automatismo, cobró una fuerza tremenda en los brazos, me tomó y con toda su fuerza me hizo suya, me hizo el amor de tal forma que acabé antes que el, yo dejándome usar para el, esperando que eyaculara dentro de mí. Acabó el acto, dejó varios billetes en una mesita de noche junto al catre, y salió. Desde ese momento, comprendí mi trabajo. Llevo once años en el oficio, no he salido de este lugar nunca, sólo me sé viva porque los clientes me ven, me lanzan billetes, me escupen semen, me insultan. No sé cuándo acabará esto, creo que me contagiaré y moriré como mi madre, sola, desterrada, infeliz, vendida, rebajada y al final, regalada. Mi madre, sí mi madre… Sólo me quedan estas cicatrices del oficio y el temor de que mis hijos sigan el mismo camino. EN EL NOMBRE DEL PADRE, DEL HIJO Y DEL ESPÍRITU SANTO. AMÉN.

…todo ha terminado, el sacerdote asegura que ella está en el cielo; todos piensan que de seguro, que peor infierno que el que esa mujer vivió, imposible. Los presentes se retiran y una de las personas lanza un rosario hacia el ataúd mientras comienza a descender lentamente por el agujero, el Sol cae al mismo paso, hasta dejar un resplandor violáceo en el cielo.

lunes, 15 de septiembre de 2008

Jesus Christ is in Heaven now


Los cañonazos del día de la Independencia me levantan del catre para recibir sobre el rostro las últimas hebras del Sol, sé que hoy termina el plazo para mi sentencia, y la silla me espera al final del angosto pasillo repleto de cientos de criminales que esperan nunca salir para seguir mandando en el país de las maravillas. Los guardias de turno abren la reja para colocarme las esposas, cadenas y demás instrumentos requeridos para la ocasión, a la que no faltará el sacerdote católico y su reino de querubines, en que verán la “justicia” que tanto claman para el pueblo. Recibo gritos e improperios de los demás pedófilos, asesinos, violadores, secuestradores y toda clase de hijo de puta en este mundo. Sólo logro escuchar las cadenas que rayan el suelo de cemento mientras doy los pasos con la cohorte de seguridad como Santo Entierro, y no evito pensar en lo triste que me encuentro al saber que pude ser más, mucho más que este saco de mierda que ahora respira, ya no respira, respira, ya no respira. Termina la caminata y el silencio se genera como la luz de un bombillo, miles de escalofríos recorren a todos a gran velocidad al comprender que en verdad matarán a uno de los suyos, de los nuestros, de todos. Los guardias abren unas puertas de casi medio metro de espesor para dejarme pasar, donde me entregan a los oficiales del presidio para luego seguir por el laberinto de almas, el séptimo círculo del infierno hacia la sala de ejecución. Los oficiales me preguntan si me arrepiento, a lo que yo respondo ­­que me arrepiento de sentirme tan triste en estos momentos, pero que ya pasará, ya acabará. -¿Por qué Ulises?, dinos por qué. -Vaya Dios a saber, deseo, placer, euforia, locura, el color de la Luna, tantas cosas… -En verdad que andás loco, ¿no?, pero no te preocupés maldito, te vamos a freír y darte de comer a los perros, porque eso sos cerote, mierda de perros. Callo ante los delirios verbales del oficial a mi izquierda y permito que imagine el aroma de mi carne chamuscada bajo los fierros de la silla. Me meten a un cuartito sin ventanas y de un solo foco, donde me quitan las esposas, y en el que me permiten cambiarme de ropa y usar la que ese día llevaba encima, y lo hago con tal cuidado, desdoblo la camisa y el pantalón para ponérmelos como si fueran el Sudario de Cristo, ensangrentados aún por las heridas. Salgo refrescado por el olor de la sangre seca en mis vestiduras, me colocan las esposas, sin antes darme una patada en el vientre y golpearme la cabeza con sus bastones, hasta dejarme en el suelo. Caminamos nuevamente y entramos en una especie de proscenio protegido por una reja, seguramente electrificada para acrecentar la ironía del público “protegido” detrás de ella. Los oficiales me dejan parado entre la silla y la reja, esperando a que el juez lea la sentencia. Menciona mi nombre y apellidos, que yo había olvidado en todo este tiempo, y enumera mis víctimas mortales. Qué triste continúo en todo este acto protocolario tan ridículo, háganlo ya. El sacerdote comienza a dar los oficios y los oficiales entran nuevamente en escena y me sientan en mi trono, reluciente, áspero y frío, justo como lo imaginaba; amarran mis muñecas y tobillos, colocan el casco de metal sobre mi cráneo, y esto me hace recordar el momento, el día, el placer inmenso que tuve al matarlos a todos, tan lentamente y con fuerza, un acto digno de perfilar en el Kamasutra. Sí, la Luna, era el color de la Luna Os suplicamos perdonar todas sus culpas esa noche que regresaba de un insípido y estúpido día de trabajo, pretender la complacencia de convivir con demás personas, la situación más insoportable. Al llegar a mi casa, entré a la cocina a beber un poco de leche fría, a “despejarme” de lo trivial de la vida, cuando vislumbre por la ventana junto al refrigerador esa Luna tan hermosa, tan tentadora, tan sedienta, al igual que yo. Tomé O Padre Eterno, Os lo pedimos el cuchillo más grande y afilado de los gaveteros, y vi mi rostro reflejado en el metal pálido, estaba ansioso, sudoroso, disfrutando cada contacto, cada sombra, cada paso, escuchando la televisión encendida por mis hijos, el bostezar de mi esposa. Subí las gradas directamente a la sala donde se encontraban, al verme, todos hicieron un rostro de desconcierto, mas al ver el cuchillo, Jesucristo Nuestro Señor Vuestro muy amado Hijo mi mujer supo qué sucedía, se levanto de los sillones, a lo que yo respondí con un golpe certero a la quijada, que la tumbó en la alfombra, mis hijos aterrorizados comenzaban a llorar, rogándome que me detuviera, que dejara de clavar el cuchillo en su madre, pero no podía detenerme ahí, quería dejarla ver cómo que vive y reina con Vos y con el Espíritu Santo mataba a sus dos hijos, cómo de un tajo en el cuello la niña se desplomaba en el suelo y llenaba de sangre las paredes, cómo su hijo mayor corría, huía del hombre que no era su padre, lo tomé de la mano y le quebré el brazo en el forcejeo, al momento que le clavaba la punta del cuchillo en el ojo hasta penetrar completamente dejando el mango de fuera. Regresé con mi esposa, que aún jadeaba y acaricié su dorado pelo, sus pechos húmedos de sangre, ahora y siempre hasta que posé mis manos en su delgado cuello, y apreté con todas mis fuerzas, hasta deshacer la traquea y saber que había muerto. Amén. Estoy jadeando de felicidad, de gozo, el sacerdote con su palabra final me trajo de vuelta. Espero más emocionado que el resto del público presente, los oficiales se hacen señas entre sí, las luces del escenario tintinean, indicando que el flujo de energía se dirige hacia la silla, una mano baja un interruptor y me dirijo al infierno sonriendo.

El jardín de senderos que se bifurcan

A Victoria Ocampo


En la página 242 de la Historia de la Guerrra Europea de Lidell Hart, se lee que una ofensiva de trece divisiones británicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de artillería) contra la línea Serre-Montauban había sido planeada para el 24 de julio de 1916 y debió postergarse hasta la mañana del día 29. Las lluvias torrenciales (anota el capitán Lidell Hart) provocaron esa demora —nada significativa, por cierto. La siguiente declaración, dictada, releída y firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrático de inglés en la Hochschule de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso. Faltan las dos páginas iniciales.
“... y colgué el tubo. Inmediatamente después, reconocí la voz que había contestado en alemán. Era la del capitán Richard Madden. Madden, en el departamento de Viktor Runeberg, quería decir el fin de nuestros afanes y —pero eso parecía muy secundario, o debería parecérmelo— también de nuestras vidas. Quería decir que Runeberg había sido arrestado o asesinado[1]. Antes que declinara el sol de ese día, yo correría la misma suerte. Madden era implacable. Mejor dicho, estaba obligado a ser implacable. Irlandés a las órdenes de Inglaterra, hombre acusado de tibieza y tal vez de traición ¿cómo no iba a brazar y agradecer este milagroso favor: el descubirmiento, la captura, quizá la muerte de dos agentes del Imperio Alemán? Subí a mi cuarto; absurdamente cerré la puerta con llave y me tiré de espaldas en la estrecha cama de hierro. En la ventana estaban los tejados de siempre y el sol nublado de las seis. Me pareció increíble que es día sin premoniciones ni símbolos fuera el de mi muerte implacable. A pesar de mi padre muerto, a pesar de haber sido un niño en un simétrico jardín de Hai Feng ¿yo, ahora, iba a morir? Después reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente me pasa me pasa a mí... El casi intolerable recuerdo del rostro acaballado de Madden abolió esas divagaciones. En mitad de mi odio y de mi terror (ahora no me importa hablar de terror: ahora que he burlado a Richard Madden, ahora que mi gasrganta anhela la cuerda) pensé que ese guerrero tumultuoso y sin duda feliz no sospechaba que yo poseía el Secreto. El nombre del preciso lugar del nuevo parque de artillería británico sobre el Ancre.Un pájaro rayó el cielo gris y ciegamente lo traduje en un aeroplano y a ese aeroplano en mucho (en el cielo francés) aniquilando el parque de artillería con bombas verticales. Si mi boca, antes que la dehiciera un balazo, pudiera gritar ese nombre de modo que los oyeran en Alemania... Mi voz humana era muy pobre. ¿Cómo hacerla llegar al oído del Jefe? Al oído de aquel hombre enfermo y odioso, que no sabía de Runeberg y de mí sino que estábamos en Staffordshire y que en vano esperaba noticias nuestras en su árida oficina de Berlín, examinando infinitamente periódicos... Dije en voz alta: Debo huir. Me incorporé sin ruido, en una inútil perfección de silencio, como si Madden ya estuviera acechándome. Algo -tal vez la mera ostentación de probar que mis recursos eran nulos—me hizo revisar mis bolsillos. Encontré lo que sabía que iba a encontrar. El reloj norteamericano, la cadena de níquel y la moneda cuadrangular, el llavero con las comprometedoras llaves inútiles del departamento de Runeberg, la libreta, un carta que resolví destruir inmediatamente (y que no destruí), el falso pasaporte, una corona, dos chelines y unos peniques, el lápiz rojo-azul, el pañuelo, el revólver con una bala. Absurdamente lo empuñé y sopesé para darme valor. Vagamente pensé que un pistoletazo puede oírse muy lejos. En diez minutos mi plan estaba maduro. La guía telefónica me dio el nombre de la única persona capaz de transmitir la noticia: viviía n un suburbio de Fenton, a menos de media hora de tren.
Soy un hombre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a término un plan que nadie no calificará de arriesgado. Yo sé que fue terrible su ejecución. No lo hice por Alemania, no. Nada me importa un país bárbaro, que me ha obligado a la abyección de ser un espía. Además, yo sé de un hombre de Inglaterra —un hombre modesto— que para mí no es menos que Goethe. Arriba de una hora no hablé con él, pero durante una hora fue Goethe... Lo hice, porque yosentía que el Jefe tenía en poco a los de mi raza -a los innumerables antepasados que confluyen en mí. Yo quería probarle que un amarillo podía salvar a sus ejércitos. Además, yo debía huir del capitán. Sus manos y su voz podían golpear en cualquier momento a mi puerta. Me vestí sin ruido, me dije adiós en el espejo, bajé, escudriñé la calle tranquila y salí. La estación no distaba mucho de casa, pero juzgué preferible tomar un coche. Argüí que así corría menos peligro de ser reconocido; el hecho es que en la calle desierta me sentía visible y vulnerable, infinitamente. Recurdo que le dije al cochero que se detuviera un poco antes de la entrada central. Bajé con lentitud voluntaria y casi penosa; iba a la aldea de Ashgove, pero saqué un pasaje para una estación más lejana. El tren salía dentro de muy pocos minutos, a las ocho y cincuenta. Me apresuré: el próximo saldría a las nueve y media. No había casi nadie en el andén. Recorrí los coches: recuerdo a unos labradores, una enlutada, un joven que leía con fervor los Anales de Tácito, un sodado herido y feliz. Los coches arrancaron al fin. Un hombre que reconocí corrió en vano hasta el límite del andén. Era el capitán Richard Madden. Aniquilado, trémulo, me encogí en la otra punta del sillón, lejos del temido cristal.
De esa aniquilación pasé a una felicidad casi abyecta. Me dije que estaba empeñado mi duelo y que yo había ganado el primer asalto, al burlar, siquiera por cuarenta minutos, siquiera por un favor del azar, el ataque de mi adversario. Argüi que no era mínima, ya que sin esa diferencia preciosa que el horario de trenes me deparaba, yo estaría en la cárcel, o muerto. Argüí (no menos sofísticamente) que mi felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz de llevar a buen término la aventura. De esa debilidad saqué fuerzas que no me abandonaron. Preveo que el hombre se resignarña cada día a empresas más atroces; pronto no habrá sino guerreros y bandoleros; les doy este consejo: El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado. Así procedí yo, mentras mis ojos de hombre ya muerto registraban la fluencia de aquel día que era tal vez el último, y la difusión de la noche. El tren corría con dulzura, entre fresnos. Se detuvo, casi en medio del campo. Nadie gritó el nombre de la estación. ¿Ashgrove? les pregunté a unos chicos en el andén. Ashgrove, contestaron. Bajé.
Una lámpara ilustraba el andén, pero las caras de los niños quedaban en la zona de la sombra. Uno me interrogó: ¿Usted va a casa del doctor Stephen Albert?. Sin aguardar contestación, otro dijo: La case queda lejos de aquí, pero usted no se perderá si toma ese camino a la izquierda y en cada encrucijada del camino dobla a la izquierda. Les arrojé una moneda (la última), bajé unos escalones de piedra y entré en el solitario camino. Éste, lentamente, bajaba. Era de tierra elemental, arriba se confundían las ramas, la luna baja y circular parecía acompañarme. Por un instante, pensé que Richard Madden había penetrado de algún modo mi desesperado propósito. Muy pronto comprendí que eeso era imposible. El consejo de siempre doblar a la izquierda me recordó que tal era el procedimiento común para descubrir el patio central de ciertos laberintos. Algo entiendo de laberintos: no en vano soy bisnieto de aquel Ts'ui Pên, que fue gobernador de Yunnan y que renunció al poder temporal para escribir una novela que fuera todavía más populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto en el que se perdieran todos los hombres. Trece años dedicó a esas heterogéneas fatigas, pero la mano de un forastero lo asesinó y su novela era insensata y nadie encontró el laberinto. Bajo árboles ingleses medité en ese laberinto perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña, lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos... Pensé en un laberintode laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes , olvidé mi destino de perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí; asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era íntima, infinita.El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia. Pensé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un país: no de luciérnagas, palabras, jardines,cursos de agua, ponientes. Llegué, así, a un alto portín herrumbrado. Entre las rejas descifré una alameda y una especie de pabellón. Comprendí, de pronto, dos cosas, la primera trivial, la segunda casi increíble: la música venía del pabellón, la música era china. Por eso, yo la había aceptado con plenitud, sin prestarle atención. No recuerdo si había una campana o un timbre o si llamé golpeando las manos. El chisporroteo de la música prosiguió.
Pero del fondo de la íntima casa un farol se acercaba: un farol que rayaban y a ratos anulaban los troncos, un farol de papel, que tenía la forma de los tambores y el color de la luna. Lo traía un hombre alto. No vi su rostro, porque me cegaba la luz. Abrió el portón y dijo lentamente en mi idioma:
—Veo que el piadoso Hsi P'êng se empeña en corregir mi soledad. ¿Usted sin duda querrá ver el jardín?
Reconocí el nombre de uno e nuestros cónsules y repetí desconcertado:
—¿El jardín?
—El jardín de los senderos que se bifurcan-
Algo se agitó en mi recuerdo y pronuncié con incomprensible seguridad:
—El jardín e mi antepasado Ts'ui Pên.
—¿Su antepasado? ¿Su ilustre antepasado? Adelante.
El húmedo sendero zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos a una biblioteca de libros orientales y occidentales. Reconocí, encuadernados en seda amarilla, algunos tomos manuscritos de la Enciclopedia Perdida que dirigió el Tercer Emperador e la Dinastía Luminosa y que no se dio nunca a la imprenta. El disco del gramófono giraba junto a un fénix de bronce. Recuerdo también un jarrón de la familia rosa y otro, anterior de muchos siglos, de ese color azul que nuestros antepasados copiaron de los alfareros de Persia...
Stephen Albert me observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy alto, de rasgos afilados, de ojos grises y barba gris. Algo de sacerdote había en él y también de marino; después me refirió que había sido misionero en Tientsin “antes de aspirar a sinólogo”.
Nos sentamos; yo en un largo y bajo diván; él de espaldas a la ventana y a un alto reloj circular. Computé que antes de una hora no llegaría mi perseguidor, Richard Madden. Mi determinación irrevocable podía esperar.
—Asombroso destino el de Ts'ui Pên —dijo Stephen Albert—. Gobernador de us provincia natal, docto en astronomía, en astrología y enm la interpretación infatigable de los libros canónicos, ajedrecista, famoso poeta y calígrafo: todo lo abandonó para componer un libro y un laberinto. Renunció a los placeres de la opresión, de la justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y aun de la erudición y se enclaustró durante trece años en el Pabellón de la Límpida Soledad. A su muerte, los herederos no encontraron sino manuscritos caóticos. La familia, como acaso no ignora, quiso adjudicarlos al fuego; pero su albacea —un monje taoísta o budista— insistió en la publicación.
—Los de la sangre de Ts'ui Pên -repliqué— seguimos execrando a ese moje. Esa publicación fue insensata. El libro es un acervo indeciso de borradores contradictorio. Lo he examinado alguna vez: en el tercer capítulo muere el héroe, en el cuarto está vivo. En cuanto a la otra empresa de Ts'ui Pên, a su Laberinto...
—Aquí está el Laberinto -dijo indicándome un alto escritorio laqueado.
—¡Un laberinto de marfil! -exclamé-. Un laberinto mínimo...
—Un laberinto de símbolos -corrigió-. Un invisible laberinto de tiempo. A mí, bárbaro inglés, me ha sido deparado revelar ese misterio diáfano. Al cabo de más de cien años, los pormenores son irrecuperables, pero no es difícil conjeturar lo que sucedió. Ts'ui Pên diría una vez: Me retiro a escribir un libro. Y otra: Me retiro a construir un laberinto. Todos imaginaron dos obras; nadie pensó que libro y laberinto eran un solo objeto. El Pabellón de la Límpida Soledad se erguía en el centro de un jardín tal vez intrincado; el hecho puede haber sugerido a los hombres un laberinto físico. Ts'ui Pên murió; nadie, en las dilatadas tierras que fueron suyas, dio con el laberinto. Dos circunstancias me dieron la recta solución del problema. Una: la curiosa leyenda de que Ts'ui Pên se había propuesto un laberinto que fuera estrictamente infinito. Otra: un fragmento de una carta que descubrí.
Albert se levantó. Me dio, por unos instantes, la espalda; abrió un cajón del áureo y renegrido escritorio. Volvió con un papel antes carmesí; ahora rosado y tenue y cuadriculado. Era justo el renombre caligráfico de Ts'ui Pên. Leí con incomprensión y fervor estas palabras que con minucioso pincel redactó un hombre de mi sangre: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Devolví en silencio la hoja. Albert prosiguió:
—Antes de exhumar esta carta, yo me había preguntado de qué manera un libro puede ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un volumen cíclico, circular. Un volumen cuya última página fuera idéntica a la primera, con posibilidad de continuar indefinidamente. Recordé también esa noche que está en el centro de Las 1001 Noches, cuando la reina Shahrazad (por una mágica distracción del copista) se pone a referir textualmente la historia de Las 1001 Noches, con riesgo de llegar otra vez a la noche en que la refiere, y así hasta lo infinito. Imaginé también una obra platónica, hereditaria, transmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo agregara un capítulo o corrigiera con piadoso cuidado la página de sus mayores. Esas conjeturas me distrajeron; pero ninguna me parecía corresponder, siquiera de un modo remoto, a los contradictorios capítulos de Tsúi Pên. En esa perplejidad, me remitieron de Oxford el manuscrito que usted ha examinado.Me detuve, como es natural, en la frase: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Casi en el acto comprendí; el jardín de los senderos que se bifurcan era la novela caótica; la frase varios porvenires (no a todos) me sugirió la imagen de la bifurcación en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra confirmó esa teoría. En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts'ui Pên, opta —simultáneamente— por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también, proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etcétera. En la obra de Ts'ui Pên, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones.Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen; por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. Si se resigna usted a mi pronunciación incurable, leeremos unas páginas.
Su rostro, en el vívido círculo de la lámpara, era sin duda el de un anciano, pero con algo inquebrantable y aun inmortal. Leyó con lenta precisión dos redacciones de un mismo capítulo épico. En la primera un ejército marcha hacia una batalla a través de una montaña desierta; el horror de las piedras y de la sombra le hace menospreciar la vida y logra con facilidad la victoria; en la segunda, el mismo ejército atraviesa un palacio en el que hay una fiesta; la resplandeciente batalla le parece una continuación de la fiesta y logran la victoria. Yo oía con decente veneración esas viejas ficciones, acaso menos admirables que el hecho de que las hubiera ideado mi sangre y de que un hombre de un imperio remoto me las restituyera, en el curso de un desesperada aventura, en una isla occidental. Recuerdo las palabras finales, repetidas en cada redacción como un mandamiento secreto: Así combatieron los héroes, tranquilo eñ admirable corazón, violenta la espada, resignados a matar y morir.
Desde ese instante, sentí a mi alrededor y en mi oscuro cuerpo una invisible, intangible pululación. No la pululación de los divergentes, paralelos y finalmente coalescentes ejércitos, sino una agitación más inaccesible, más íntima y que ellos de algún modo prefiguraban. Stephen Albert prosiguió:
— No creo que su ilustre antepasado jugara ociosamente a las variaciones. No juzgo verosímil que sacrificara trece años a la infinita ejecución de un experimento retórico. En su país, la novela es un género subalterno; en aquel tiempo era un género despreciable. Ts'ui Pên fue un novelista genial, preo también fue un hombre de letras que sin duda no se consideró un mero novelista. El testimonio de sus contemporáneos proclama —y harto lo confirma su vida— sus aficiones metafísicas, místicas. La controversia filosófica usurpa buena parte de su novela. Sé que de todos los problemas, ninguno lo inquietó y lo trabajó como el abismal problema del tiempo. Ahora bien, ése es el único problema que no figura en las páginas del Jatdín. Ni siquiera usa la palabra que quiere decir tiempo. ¿Cómo se explica usted esa voluntaria omisión?
Propuse varias soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos; al fin, Stephen Albert me dijo:
—En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez ¿cuál es la única palabra prohibida?
Refelxioné un momento y repuse:
—La palabra ajedrez.
—Precisamente -dijo Albert-, El jardín de los senderos que se bifurcan es una enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el espacio; esa causa recóndita le prohíbe la mención de su nombre. Omitir siempre una palabra, recurrir a metáforas ineptas y a perífrasis evidentes, es quizá el modo más enfático de indicarla. Es el modo tortuoso que prefirió, en cadda uno de los meandros de su infatigable novela, el oblicuo Ts'ui Pên. He confrontado centenares de manuscritos, he corregido los errores que la negligencia de los copistas ha introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he restablecido, he creído restablecer, el orden primordial, he traducido la obra entera: me consta que no emplea una sola vez la palabra tiempo. La explicación es obvia:El jardín de los senderos que se bifurcan es una imágen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía Ts'ui Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas la posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravezar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma.
—En todos —articulé no sin un temblor— yo agradezco y venero su recreación del jardín de Ts'ui Pên.
—No en todos -murmuró con una sonrisa-. El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo.
Volví a sentir esa pululación de que hablé. Me pareció que el húmedo jardín que rodeaba la casa estaba saturado hasta lo infinito de invisbles personas. Esas personas eran Albert y yo, secretos, atareados y multiformes en otras dimensiones de tiempo. Alcé los ojos y la tenue pesadilla se disipó. En el amarillo y negro jardín había un solo hombre; pero ese hombre era fuerte como una estatua, pero ese hombre avanzaba por el sendero y era el capitán Richard Madden.
—El porvenir ya existe —respondí—, pero yo soy su amigo. ¿Puedo examinar de nuevo la carta?
Albert se levantó. Alto, abrió el cajón del alto escritorio; me dio por un momento la espalda. Yo había preparado el revólver. Disparé con sumo cuidado: Albert se desplomó sin una queja, inmediatamente. Yo juro que su muerte fue instantánea: una fulminación.
Lo demás es irreal, insignificante. Madden irrumpió, me arrestó. He sido condenado a la horca. Abominablemente he vencido: he comunicado a Berlín el secreto nombre de la ciudad que deben atacar. Ayer la bombardearon; lo leí en los mismos periódicos que propusierona Inglaterra el enigma de que el sabio sinólogo Stephen Albert muriera asesinado por un desconocido, Yu Tsun. El Jefe ha descifrado ese enigma. Sabe que mi problema era indicar (a través del estrépito de la guerra) la ciudad que se llama Albert y que no hallé otro medio que matar a una persona con ese nombre. No sabe (nadie puede saber) mi innumerable contrición y cansancio.



[1] Hipótesis odiosa y estrafalaria. El espía prusiano Hans Rabener alias Viktor Runeberg agredió con una pistola automática al portador de la orde de arrestro, capitán Richard Madden. Éste, en defensa propia, le causó heridas que determinaron su muerte. (Nota del Editor.)


Jorge Luis Borges



domingo, 31 de agosto de 2008

Una hebra azabache


Siempre tuve cierta fascinación por los números.
Ahora que me siento frente al ordenador y tiendo
a jugar con los minutos que la pantalla me lanza
discretamente para recordarme que los años han
pasado, que luego de medio siglo continúo aquí
sentado pensando en la soledad que me acompaña,
luego de que ella muriera en ese hospital aquella
noche de campanas. Desde entonces no me deja el
remordimiento de saber que fui el culpable de su
muerte, aún recuerdo cómo comenzó todo, cuando
meses antes de esa noche en el mismo hospital mi
hijo, nuestro hijo, nos saludó con sus ojos avellanados,
se dio la vuelta y se fue. El doctor me pidió que le
dijera a ella, una niña viviendo cosas que no debía,
que su hijo había muerto. Entré en la habitación y
al verme, ella lo supo, esa capacidad para adivinarme
en un santiamén. ¿Está muerto, verdad? me preguntó
ella al instante, no logré articular una sola palabra, y
ella comenzó a llorar, yo que le doblaba la edad
prácticamente, nunca la había visto derramar una
sola lágrima. Le preguntó a la enfermera si aún
podía obtener un mechón de su único hijo, pero la
respuesta fue negativa. Ella no logró salir de su
depresión, a pesar de que su familia y yo hacíamos
hasta lo imposible. Una noche, esa noche, para poder
dormir tomó una sobredosis de pastillas, lo cual la
hizo entrar en convulsiones, yo salí corriendo de esta
mugrienta oficina a su casa, su madre le sostenía la
cabeza y sus hermanas le colocaban toallas húmedas
para bajarle la fiebre, yo dije que debíamos llevarla
al hospital, pero su familia, arraigada y desconfiada
me dijo que no, que solo tenía calenturas. La arranque
del abrazo de su madre y la conduje hasta la emergencia
del mismo hospital, las paredes tenían una nueva capa
de pintura descascarándose. Dos robustos enfermeros
la tomaron como un trapo y la llevaron a una camilla
en los corredores, el hospital insuficiente para tanto
enfermo, tanto herido, tanta persona sobre la delgada
línea. Me dijeron que debía esperar afuera, en una
sala de espera improvisada junto a decenas de personas
con un dejo de angustia en el rostro. Pasaron nuevamente
los minutos, las horas. Ya me quedaba sin cigarros, cuando
una bata entró en la sala, se puso de puntillas, estiró el
cuello hasta donde pudo, y me localizó. Recuerdo tan bien
los pasos que daba, como si flotara en lugar de caminar,
con un aura de otro mundo. El verdugo, pensé yo. Y por
segunda vez, las mismas malditas palabras: Ha muerto.
Yo solamente le pregunté si me podían dar un mechón
de su azabache cabello, que claro, me fue negado. El
ordenador se esfuerza por hacer una voz y recordarme
la hora y el día. Veo que ya no tengo cigarros y decido
ir a comprar a la tienda de la esquina. Al salir, el aire me
golpea con toda su fuerza y debo abrazarme con fuerza
para mantener el calor que me queda. Con un paso seguro
ingreso en la oscuridad de la calle y me pregunto aún por
qué nunca darán los mechones de nuestros muertos.

viernes, 29 de agosto de 2008

Síndrome de Estocolmo



- A mis queridas Victimarias,
que también quiero.

Y con mayor importancia,
a doña Coni y dona Concha,

Verdaderas antorchas en las
penumbras del dolor.



El Feminismo está definido por el DRAE como:
Doctrina social favorable a la mujer, a quien
concede capacidad y derechos reservados antes
a los hombres. Y estoy completamente de acuerdo
con los movimientos feministas alrededor del país
y toda Latinoamérica, es más, apoyo y me uno a la
causa. Pero cuando esto raya en el maltrato, tanto
físico y mental, a mi persona, debo siquiera, pronunciarme
en contra del mismo. Parecerá a todos ustedes que
exagero, pero la verdad es que soy un hombre que
debe estudiar en la universidad bajo un ambiente de
represión y tiranía, en una facultad dominada por la
opresión de, sí, las mujeres tan divinas. Mi situación
no es tan grave, debo mencionar, en comparación a
otros casos de los que estos ojos han sido testigos.
Obviamente, no mencionaré el nombre de dicho
individuo, que día a día es injuriado en las más
diversas formas por las mujeres, un hombre que
lleva a saber Dios, cuántos meses bajo tanto castigo
impune. Y por esto, por él y por los demás hombres
que vivimos a nuestro pan de cada día estas situaciones,
hago un reclamo hacia dicha asociación que tanto nos
atormenta. No, no me atemoriza las represalias que
todo esto pueda conllevar consigo, me encuentro
dispuesto enfrentarlas, a levantarme en gritos de
libertad y morir, se eso fuese imperativo para la
liberación de los hombres. El enemigo, tan macabro
y vicioso, logra despistar a los incrédulos, logrando
de esta manera atraparlos y volverlos simples mojigatos
al servicio y entretenimiento de estas. Tan terrible, pero
aún falta lo peor, y es que se está sucediendo un caos
mayor que la vida misma en tales condiciones, resulta
que una terrible epidemia, denominada Síndrome de Estocolmo,
comienza a apoderarse de nosotros, y trato de escribir mis
últimas muestras de cordura antes de sucumbir a dicho
mal y verme completamente perdido. Ojalá que esta muestra
de expresión no llegue a perderse en los túneles
de la intrincada red del domino femenino, les escribo
a ustedes, para que algún día den noticia al mundo de nuestro
eterno sufrimiento en la isla de Lesbos.

Doña Carmen

Desperté y ya no fue ayer!!!


Escrito por Cheyo

desperté y ya no fue ayer, era un hoy indecente, era una nueva experiencia de desvivir, con los mismos altibajos, con las mismas in expectativas de ser felices, con las mismas ganas, desganas, en fin, otro día, con una variante interesante, la puta obligación de buscar a quien dedicarle ese día, porque era catorce y era febrero, y yo desnudo en mi cama después de despertar, en lugar de pensar en mi, busque a quien dedicarlo...


***

...al fin encontré a la persona, interesante, sincera, triste, callada, loca, egoísta, no sé... la conocí y nos vimos poco a poco por el espejo, nos enamoramos en silencio y nos exploramos en el lienzo inútil de la soledad coeterna con dioses y tristezas…
...a esa persona, especial, bella, le dediqué todo un día de emociones sin grasa y con cherries, toppings, rosas y esas cosas que se fingen, mas no los orgasmos, de este fatídico catorce...
...el día terminaba, y la persona no se iba, y yo pensando en improvisar un "llamame cuando puedas", la persona se me iba y a la vez volvía...
...nos despedimos conscientes de vernos mañana, nos hicimos el amor una vez mas sin hacerlo, se fue mientras dormía, me fui mientras soñaba...

...el mejor encuentro que tuve un catorce, y eso que pasé el día solo.


lunes, 11 de agosto de 2008

La Parca

La sucesión de gotas precipitándose
en el aire hacia el charco del suelo
rompe el silencio etéreo de la noche
de rugidos feroces sobre las láminas
de esta ciudad bíblica. Las vidas se
transmutan en la sangre de Lilith y
ninguna de ellas tiene comienzo y
final. Lo único que me recuerda,
que me mantiene atado a este mundo,
es la colilla del cigarro entre mis
labios. Mis pensamientos son un
caos y derivan en mares de recuerdos
futuros, de presentes poliformes y de
pasadas miradas. El destino se ha
roto en minúsculos espejos delante
de mí, y no logro unirlos, a pesar de
que cualquiera diría que llevo una vida
placentera y común. Esto es lo que no
saben, que esos pequeños espejos delante
de mí, son mis ilusiones, son galaxias
dentro galaxias hasta la infinidad, y mi
ser tan leve, tan débil, tan frágil, tan
humano, desea elevarse y olvidar
todos esos mundos, todas esas vidas,
detener el tiempo y dejar a la nada
obrar a su antojo con nosotros, con
ustedes. Sólo el olor de los jazmines
me acompaña en estas vidas efímeras,
y el desasosiego se escapa de mí, el
aroma de los jazmines me llena los
pulmones lentamente, acariciándome,
rozándome, borrándome de esta
existencia y llevando consigo lo que
una vez fue mi ser y mi vida hacia
los más bellos empíreos junto a ti.

CARTAS DE AMOR A NORA BARNACLE

15 de junio de 1904

60 Shelbourne Road

Debo estar ciego. Durante largo rato estuve mirando una cabeza

de cabello castaño rojizo y después decidí que no era la suya. Volví a

casa muy abatido. Me gustaría concertar una cita, pero quizás no sea

conveniente para usted. Espero que sea tan amable de fijarla usted

misma, si es que no me ha olvidado.

[¿Finales de julio de 1904?]

60 Shelbourne Road, Dublín

Mi iracunda Nora, te dije que te escribiría. Ahora me escribes y

me preguntas qué demonios me pasaba la otra noche. Estoy seguro de

que algo anduvo mal. Me mirabas como si estuvieras triste por algo

que no había ocurrido, y que habría podido gustarte mucho. Desde

entonces he tratado de consolarme, pero no lo consigo. ¿Dónde estarás

el sábado, el domingo, el lunes por la noche, para que no pueda verte?

Ahora, querida, adiós. Beso el milagroso hoyuelo de tu cuello. Tu

Hermano Cristiano en la lujuria.

La próxima vez, cuando vengas, deja tu enojo en casa... y también

el corsé.

J.A.J.

29 de agosto de 1904

60 Shelbourne Road

Querida Nora, acabo de terminar mi almuerzo; no tenía apetito.

Cuando estaba por la mitad me di cuenta de que estaba comiendo con

los dedos. Me sentí mal como la otra noche. Estoy muy angustiado.

Perdona esta pluma horrible y este papel tan feo.

Anoche debo haberte apenado por lo que dije, pero seguramente

será bueno que conozcas cómo pienso sobre gran parte de las cosas. Mi

razón rechaza la totalidad del actual orden social, así como el cristianismo-

hogar, las virtudes reconocidas, clases en la vida y doctrinas

religiosas. ¿Cómo podría atraerme la idea del hogar? Mi hogar fue

simplemente uno de clase media arruinado por los hábitos derrochadores

que he heredado. A mi madre la mataron lentamente, pienso, los

malos tratos que le daba mi padre, los años de sufrimiento y la cínica

franqueza de mi proceder. Cuando miré su cara, en el ataúd, una cara

gris y consumida por el cáncer, comprendí que estaba viendo la cara de

una víctima, y maldije el sistema que la había hecho su víctima. En la

familia éramos diecisiete. Mis hermanos y hermanas no son nada para

mí. Sólo un hermano es capaz de comprenderme.

Hace seis años dejé, con un odio ferviente, la Iglesia Católica. Me

fue imposible permanecer en ella contrariando los impulsos de mi

naturaleza. Cuando era estudiante hice contra ella una guerra secreta y

decliné aceptar las posiciones que se me ofrecían. Al hacerlo me convertí

en un mendigo, pero conservé mi orgullo. Ahora mantengo a

través de una guerra abierta lo que escribo, digo y hago. No puedo

ingresar en el orden social si no es como vagabundo. Empecé a estudiar

medicina tres veces, una vez leyes, una vez música. Hace una

semana me estaba preparando para salir como actor ambulante. No

pude poner mucho ánimo en el plan, porque tú tironeabas en sentido

contrario. Las dificultades actuales de mi vida son increíbles, pero las

desprecio.

Anoche, cuando te fuiste, deambulé hacia Grafton St., donde

permanecí fumando largo tiempo apoyado en un farol. La calle estaba

llena de una animación en la que vertí un torrente de mi juventud.

Mientras permanecía allí recordé unas frases que escribí hace algunos

años cuando vivía en París, las frases son, “Pasan de a dos y de a tres

entre la animación del bulevar, paseando como gente desocupada en un

lugar iluminado para ellas. Están en la pastelería charlando, comiendo

dulces o sentadas silenciosamente en una mesa de una terraza; o descendiendo

de carruajes con un revuelo de vestidos, suave como la voz

del adúltero. Pasan con una brisa de perfumes. Bajo los perfumes sus

cuerpos tienen un cálido olor húmedo”.

Mientras me estaba repitiendo esto me di cuenta de que la vida

aún me esperaba, si es que decidía entrar en ella. Quizás. no podría

embriagarme como lo había hecho alguna vez, pero aún estaba allí y,

ahora que soy más juicioso y me controlo más, era inofensiva. No haría

preguntas, no esperaría nada de mí, excepto unos momentos de mi

vida, dejando libre el resto y me prometería el placer a cambio. Pensé

en todo esto y lo rechacé sin remordimiento. Era inútil para mí; no

podría darme lo que yo esperaba.

Creo que has malinterpretado algunos pasajes de una carta que te

escribí, y he observado cierta reserva en tu actitud, como si el recuerdo

de aquella noche te turbara. Sin embargo, yo lo considero como una

especie de sacramento, y su recuerdo me llena de una asombrosa alegría.

Quizás no comprendas enseguida por qué motivo te respeto tanto

por ello, pues no conoces aún mucho sobre mi manera de pensar. Pero

al mismo tiempo fue un sacramento que me dejó un gusto final de pena

y abatimiento, pena porque vi en ti una extraordinaria y melancólica

ternura que había tomado este sacramento como un compromiso; y

abatimiento porque comprendí que, a tus ojos, yo era inferior a una

convención de nuestra sociedad actual.

Anoche te hablé sarcásticamente, pero hablaba del mundo, no de

ti. Soy enemigo de la bajeza y esclavitud de la gente, no de ti. ¿No

puedes advertir la sencillez que hay detrás de todos mis disfraces?

Todos llevamos una máscara. Cierta gente que sabe que estamos muy

unidos suele increparme. Los escucho con calma, desdeñando responderles,

pero su última palabra agobia mi corazón como a un pájaro la

tormenta.

No es agradable para mí tener que ir ahora a la cama recordando

la última mirada de tus ojos, una mirada de cansada indiferencia, y la

tortura de tu voz la otra noche. Creo que ningún ser humano ha estado

nunca tan cerca de mi alma como tú lo estás, y, sin embargo, aún puedes

interpretar mis palabras con lastimosa descortesía (“Sé de lo que

está hablando ahora”, dices) Cuando era más joven tuve un amigo a

quien me di por completo, en cierto sentido más de lo que me entrego a

ti, y en otro sentido menos. Era irlandés, es decir, me traicionó.

No he dicho ni una palabra de lo que quería decir, pero escribir

con esta maldita pluma es un trabajo duro. No sé qué pensarás de esta

carta. Por favor, escríbeme Nora querida, ¿lo harás?, te respeto mucho,

créeme, pero quiero algo más que tus caricias. Me has dejado de nuevo

con una duda angustiosa.

J.A.J.

6 de agosto de 1909

44 Fontenoy Street, Dublín

Nora, ni yo ni Giorgio vamos a ir a Galway.

Voy a renunciar a los asuntos por los que vine y que esperaba que

pudieran mejorar mi posición.

He sido sincero en lo que te he dicho de mí. Tú no lo has sido

conmigo.

Cuando solía encontrarte en la esquina de Merrion Square y pasear

contigo y sentir tu mano tocarme en la oscuridad y oír tu voz (¡Oh,

Nora! Nunca oiré otra vez esa música, pues nunca volveré a confiar),

cuando te encontraba noche por medio tenías una cita frente al Museo

con un amigo mío, ibas con él por las mismas calles, siguiendo el canal,

pasada la “casa de las escaleras”, a lo largo de la orilla del Dodder.

Te quedabas con él: él te rodeaba con su brazo y tú inclinabas tu cara y

le besabas. ¿Qué otra cosa hacían juntos? iY a la noche siguiente me

encontrabas!

Lo he oído de sus labios hace sólo una hora. Mis ojos estaban llenos

de lágrimas, lágrimas de tristeza y mortificación. Mi corazón, lleno

de amargura y desesperación. Sólo veo tu rostro al inclinarse para

encontrarse con el otro. Oh, Nora, compadécete por lo que ahora estoy

sufriendo. Lloraré días enteros. Se ha roto mi fe en el rostro que amaba!

Oh, Nora, Nora, apiádate de mi pobre desdichado amor. No puedo

llamarte con ningún nombre querido pues anoche supe que el único ser

en quien creía no me era fiel.

¿Se ha acabado todo entre nosotros, Nora?

Nora, escríbeme, en consideración a mi amor muerto. Los recuerdos

me atormentan.

Escríbeme, Nora, te amaba: y tú has roto mi fe en ti.

Oh, Nora, soy desdichado: Lloro por mi desgraciado amor.

Escríbeme, Nora.

JIM


Aquí está el link por si quieren descargar todas las cartas.
barquisimeto.intercable.net.ve/intheflesh/NoraBarnacle.pdf