lunes, 15 de septiembre de 2008

Jesus Christ is in Heaven now


Los cañonazos del día de la Independencia me levantan del catre para recibir sobre el rostro las últimas hebras del Sol, sé que hoy termina el plazo para mi sentencia, y la silla me espera al final del angosto pasillo repleto de cientos de criminales que esperan nunca salir para seguir mandando en el país de las maravillas. Los guardias de turno abren la reja para colocarme las esposas, cadenas y demás instrumentos requeridos para la ocasión, a la que no faltará el sacerdote católico y su reino de querubines, en que verán la “justicia” que tanto claman para el pueblo. Recibo gritos e improperios de los demás pedófilos, asesinos, violadores, secuestradores y toda clase de hijo de puta en este mundo. Sólo logro escuchar las cadenas que rayan el suelo de cemento mientras doy los pasos con la cohorte de seguridad como Santo Entierro, y no evito pensar en lo triste que me encuentro al saber que pude ser más, mucho más que este saco de mierda que ahora respira, ya no respira, respira, ya no respira. Termina la caminata y el silencio se genera como la luz de un bombillo, miles de escalofríos recorren a todos a gran velocidad al comprender que en verdad matarán a uno de los suyos, de los nuestros, de todos. Los guardias abren unas puertas de casi medio metro de espesor para dejarme pasar, donde me entregan a los oficiales del presidio para luego seguir por el laberinto de almas, el séptimo círculo del infierno hacia la sala de ejecución. Los oficiales me preguntan si me arrepiento, a lo que yo respondo ­­que me arrepiento de sentirme tan triste en estos momentos, pero que ya pasará, ya acabará. -¿Por qué Ulises?, dinos por qué. -Vaya Dios a saber, deseo, placer, euforia, locura, el color de la Luna, tantas cosas… -En verdad que andás loco, ¿no?, pero no te preocupés maldito, te vamos a freír y darte de comer a los perros, porque eso sos cerote, mierda de perros. Callo ante los delirios verbales del oficial a mi izquierda y permito que imagine el aroma de mi carne chamuscada bajo los fierros de la silla. Me meten a un cuartito sin ventanas y de un solo foco, donde me quitan las esposas, y en el que me permiten cambiarme de ropa y usar la que ese día llevaba encima, y lo hago con tal cuidado, desdoblo la camisa y el pantalón para ponérmelos como si fueran el Sudario de Cristo, ensangrentados aún por las heridas. Salgo refrescado por el olor de la sangre seca en mis vestiduras, me colocan las esposas, sin antes darme una patada en el vientre y golpearme la cabeza con sus bastones, hasta dejarme en el suelo. Caminamos nuevamente y entramos en una especie de proscenio protegido por una reja, seguramente electrificada para acrecentar la ironía del público “protegido” detrás de ella. Los oficiales me dejan parado entre la silla y la reja, esperando a que el juez lea la sentencia. Menciona mi nombre y apellidos, que yo había olvidado en todo este tiempo, y enumera mis víctimas mortales. Qué triste continúo en todo este acto protocolario tan ridículo, háganlo ya. El sacerdote comienza a dar los oficios y los oficiales entran nuevamente en escena y me sientan en mi trono, reluciente, áspero y frío, justo como lo imaginaba; amarran mis muñecas y tobillos, colocan el casco de metal sobre mi cráneo, y esto me hace recordar el momento, el día, el placer inmenso que tuve al matarlos a todos, tan lentamente y con fuerza, un acto digno de perfilar en el Kamasutra. Sí, la Luna, era el color de la Luna Os suplicamos perdonar todas sus culpas esa noche que regresaba de un insípido y estúpido día de trabajo, pretender la complacencia de convivir con demás personas, la situación más insoportable. Al llegar a mi casa, entré a la cocina a beber un poco de leche fría, a “despejarme” de lo trivial de la vida, cuando vislumbre por la ventana junto al refrigerador esa Luna tan hermosa, tan tentadora, tan sedienta, al igual que yo. Tomé O Padre Eterno, Os lo pedimos el cuchillo más grande y afilado de los gaveteros, y vi mi rostro reflejado en el metal pálido, estaba ansioso, sudoroso, disfrutando cada contacto, cada sombra, cada paso, escuchando la televisión encendida por mis hijos, el bostezar de mi esposa. Subí las gradas directamente a la sala donde se encontraban, al verme, todos hicieron un rostro de desconcierto, mas al ver el cuchillo, Jesucristo Nuestro Señor Vuestro muy amado Hijo mi mujer supo qué sucedía, se levanto de los sillones, a lo que yo respondí con un golpe certero a la quijada, que la tumbó en la alfombra, mis hijos aterrorizados comenzaban a llorar, rogándome que me detuviera, que dejara de clavar el cuchillo en su madre, pero no podía detenerme ahí, quería dejarla ver cómo que vive y reina con Vos y con el Espíritu Santo mataba a sus dos hijos, cómo de un tajo en el cuello la niña se desplomaba en el suelo y llenaba de sangre las paredes, cómo su hijo mayor corría, huía del hombre que no era su padre, lo tomé de la mano y le quebré el brazo en el forcejeo, al momento que le clavaba la punta del cuchillo en el ojo hasta penetrar completamente dejando el mango de fuera. Regresé con mi esposa, que aún jadeaba y acaricié su dorado pelo, sus pechos húmedos de sangre, ahora y siempre hasta que posé mis manos en su delgado cuello, y apreté con todas mis fuerzas, hasta deshacer la traquea y saber que había muerto. Amén. Estoy jadeando de felicidad, de gozo, el sacerdote con su palabra final me trajo de vuelta. Espero más emocionado que el resto del público presente, los oficiales se hacen señas entre sí, las luces del escenario tintinean, indicando que el flujo de energía se dirige hacia la silla, una mano baja un interruptor y me dirijo al infierno sonriendo.

1 comentario:

José Roberto Leonardo dijo...

Vos, sí me sorprendes realmente. Estás chavo, y tu escritura se nota ya fogueada. Tu narración es atrayente y el ritmo que le das te inunda de suspenso, de imágenes sórdidas que remueven las tripas y eso es valioso. Seguile dando diego.