martes, 30 de septiembre de 2008

El Rosario

La calurosa tarde de finales de mayo de 19… un carro negro, de la funeraria L., se dirige hacia el cementerio municipal del departamento, hacia la cabecera, donde aguardan seis figuras vestidas todas de negro, un agujero cavado con desdén, y unas sillitas desperdigadas por la grama, todo bajo la mirada de perversos cuervos entacuchados. El carro aparca a pocos metros de la escena anterior, dos hombres robustos bajan del vehículo, ellos de negro también. Abren la portezuela trasera del vehículo, meten medio cuerpo, y lentamente comienzan a sacar un ataúd de madera frágil y delgada. Los hombres llevan sin ningún esbozo de dificultad el ataúd hasta las seis personas, lanzándolo al suelo con serenidad. Un sacerdote aparece de pronto, como invocado por la Gracia Divina. Abre un pequeño libro negro, la biblia suponen los presentes, que ya son ocho con los conductores de la carroza fúnebre. Comienza a leer en voz alta algunos versículos…

Mi madre solía dejarme sola por muchas horas al día, claro que yo, a mis nueve años, no comprendía nada, únicamente sabía que debía cuidar a mis demás hermanos, cuidar que comieran, comprar las verduras (ejotes, papas, tomates) en el mercado, y si había sido una buena semana, quizá compraba algo de carne. Lo más triste de todo esto, no era nuestro estado anímico, ni las lombrices que defecábamos constantemente, sino que nuestra madre, mi madre, regresaba a deshoras de la madrugada, con el pelo revuelto, ropas rasgadas, moretes, y alguna que otra vez, con heridas de filosas cuchillas que la doblegaban. Sí, mi madre era una prostituta, una sexo servidora, una pecadora, y millares de nombres más; pero para nosotros, sus hijos, nuestra madre era una mártir, era un ángel caído del cielo que dejaba que demonios comieran sus alas para protegernos. El oficio de prostituta es duro, en verdad es duro, es un arriesgar diario. Hoy acompaño a mi madre en su tumba, fría, pequeña, hostil, como todo ahora. Ella falleció por una infección de transmisión sexual, claro que el doctor sólo dijo eso, y que no había cura por supuesto. “Déjenla descansar, no queda más. No se preocupen por los gastos, su madre fue muy buena conmigo”. Sí, mi madre, que llegaba con olor a machos montunos todas las noches, mi madre que tenía dificultades de espalda y esas cosas por tanto trabajar, por mantener a sus pobres hijos al borde de la vida, porque de no ser por ella, estaríamos muertos, de no ser por ella, nuestro segundo padrastro seguiría acostándose en mi cama por las noches… Apenas logro tragar la saliva que me produce nausea. Mi madre, esa mujer que tanto quise y admiré nos ha abandonado, yo ya tengo mis hijos también, pero ellos no saben toda esta historia, la historia de mi madre y la lucha por sus hijos. Yo también soy prostituta, debo soportar el dolor diario de venderme al mejor comprador, de abrir mis piernas, de incitar a los clientes para que sigan consumiendo, gastando, babeando con el elixir de mi cuerpo, menos bello que el de mi madre por supuesto. Todos me conocen ya, me llaman “La Nena”, en alusión a mi primera llegada al prostíbulo, yo de catorce años, mi madre enseñándome a ganar el pan de cada día. Desde entonces comprendí que sería como mi madre, que debía entregarle mi cuerpo y alma a esos infelices borrachos de grandes cuentas bancarias, hijos de ricos en fin. Recuerdo los consejos de mi madre, la manera de ver al cliente, siempre el contacto visual, las caricias debidas, las palabras bien colocadas, maneras de embelesar a los más idiotas. La segunda vez que estuve con un hombre, fue con un joven de la capital, veinte años a lo sumo, que entró solo al prostíbulo con rostro de perdido. Sentado en la barra no aparentaba su verdadera estatura. Pidió una cerveza y con un ligero movimiento de cabeza, logró vernos a todas. Regresó pensativo a la cerveza; yo no podía dejar de verlo, algo había en ese hombre/niño que me cautivaba. Me acerqué y con la delicadeza, le dije si no gustaba de mi compañía, él, nervioso, me miró a los ojos y me perforó completamente. Silencio, no decía nada, se limitaba a ver mis nalgas rozar su entrepierna, yo, extasiada, podía ver cómo se le subían los colores al rostro, como su sexo se inflamaba y él dejaba que yo lo supiera. Sin prisas, se dejó arrastrar por mí hasta una de las mugrientas habitaciones, lo tendí en el catre, y comencé a desvestirme lentamente, con placer, sintiendo cada prenda deslizarse por mi piel, cada poro haciéndose existir en mí. Él parecía no comprender lo que pasaba, yo completamente desnuda, con mis senos firmes desafiándolo, desabrochaba su pantalón, introducía la mano y buscaba el miembro, lo apretaba, lo acariciaba, y él sólo se limitaba a respirar con agitación. Luego, como rompiendo el automatismo, cobró una fuerza tremenda en los brazos, me tomó y con toda su fuerza me hizo suya, me hizo el amor de tal forma que acabé antes que el, yo dejándome usar para el, esperando que eyaculara dentro de mí. Acabó el acto, dejó varios billetes en una mesita de noche junto al catre, y salió. Desde ese momento, comprendí mi trabajo. Llevo once años en el oficio, no he salido de este lugar nunca, sólo me sé viva porque los clientes me ven, me lanzan billetes, me escupen semen, me insultan. No sé cuándo acabará esto, creo que me contagiaré y moriré como mi madre, sola, desterrada, infeliz, vendida, rebajada y al final, regalada. Mi madre, sí mi madre… Sólo me quedan estas cicatrices del oficio y el temor de que mis hijos sigan el mismo camino. EN EL NOMBRE DEL PADRE, DEL HIJO Y DEL ESPÍRITU SANTO. AMÉN.

…todo ha terminado, el sacerdote asegura que ella está en el cielo; todos piensan que de seguro, que peor infierno que el que esa mujer vivió, imposible. Los presentes se retiran y una de las personas lanza un rosario hacia el ataúd mientras comienza a descender lentamente por el agujero, el Sol cae al mismo paso, hasta dejar un resplandor violáceo en el cielo.

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