sábado, 11 de octubre de 2008

The hedgehog's dilemma

–A mis esposas, en estas noches

de versos tristes.

I


En algún lugar cerca de aquí se escucha la narración de un partido sin razón de ser. Mario se acomoda en el mueble de la sala con las luces apagadas. Saca del bolsillo derecho del pantalón la cajetilla de cigarros y enciende uno. De pronto todo se llena de humo en la pieza y los niños ya dormidos no perciben el aroma tan peculiar. Mario quiere llorar y no puede mientras todo se torna confuso. Ligeramente los recuerdos comienzan a aflorar en su pensamiento, la idea de sus hijos es lo que más le aterra, aunque conoce la certeza de que alguien cuidará de ellos. La extraña, y se pregunta dónde estará ahora, despertará en los brazos de alguien más, o se encontrará como él, recostada en una sala silenciada de luz, sola y con ganas de llorar.
Alguien alguna vez le preguntó si realmente era feliz, claro que ella no respondió, se atragantó lentamente con el “no lo sé” y desvió la mirada. Odiaba tanto esas preguntas, no quería responder. Para entonces, cursaba el segundo año de medicina, perdida en los frascos de formol y cadáveres. Él daba clases de literatura alemana en la universidad. Como el destino maneja las cosas tan abruptamente, quiso que en la camioneta número catorce, el día veinticinco de agosto de mil novecientos ochenta y pico, él la viera subir en el Parque Central, a las seis de la mañana. A pesar de su habilidad para distraerse fácilmente, no logró remover la mirada de la joven de tez quemada a fuego lento, de ese pelo largo, lacio, azabache, de su compostura cansada, de la agitación del pecho por haber subido abruptamente las graditas de la camioneta. Al llegar a la universidad, él esperó a que ella bajara, para poder ver hacia donde iba. Luego de caminar unos centenares de metros, la joven entró en el edificio M-5. Él, agotado, encendió un cigarro y desanduvo lo caminado, hasta llegar al edificio S-2. Suspendió el curso de ese día, y regresó a su casa. Acostado en su cama, rodeado de libros y un desorden digno del Big-Bang. Debieron pasar muchísimos días de anticipada elección de buses y horarios para verla de nuevo. Ese día llevaba su filipina celeste y unos tenis blancos, el cabello más largo y atado por un moño que se perdía en la negrura. Él, de haber imaginado tantos encuentros posibles y en las diversas situaciones, tenía medidos hasta los gestos. Por la gracia divina, no habían espacios en la camioneta, así que él se paró, se apretujó contra algunas personas y le ofreció el asiento a Isabel. Ella lo negó con un gracias inaudible y mantuvo su posición, a lo que Mario volteó, alguien más había tomado el lugar, así que decidió quedarse parado junto a ella. En todo el viaje, Mario se dejaba extasiar por los roces que la turbulencia de la pésima conducción causaba con los muslos de Isabel. Podía respirar el aroma de su cabello, una esencia de higos y miel. Llegaron a la universidad por segunda vez, a lo que él bajó tras ella nuevamente. Esta vez ella aminoró la marcha, dejándose seguir por él. Al llegar al edificio de ella, Isabel se giró sobre sí misma rápidamente, atajando el paso de Mario con la mirada.
-¿Cuánto más le tomará hablarme licenciado?- dijo ella con una fuerza sorprendente.
Mario, desconcertado, atinó a balbucear algunas cosas ininteligibles.
-No me vea de esa manera, tenga, esa es mi dirección- y le entregó un papel varías veces doblado, y entró al edificio, dejando a Mario en la entrada, completamente solo.

II


La casa era una construcción de dos pisos con un techo a dos aguas, y un pequeño balcón que daba frente al Parque Concordia, sobre la catorce calle. Pocos postes alumbraban la noche, y el sereno cubría absolutamente todo. Una niña abrió la puerta de madera tras los repiques del timbre. Estaba en paños menores, (quizá no era tan niña, una adolescente con un cuerpo pequeño) y vio con mucho cuidado al hombre entacuchado frente a ella. Cerró la puerta sin ninguna advertencia más que con un guiño. Luego de dos cigarros y algunas campanadas de la iglesia de Belén, Isabel salió vestida con una falda alargada, una blusa de tirantes muy escotada, y una bufanda al cuello. Ya en el carro, le preguntó si ella sabía quién era él.
-Sí, usted es catedrático en la universidad. Lo he visto varias veces.
-Por qué me dio su dirección, ¿acaso sabía que iba a venir?
-No, no lo sabía.
En el bar de Granada, se sentaron en una mesa junto a la tercer ventana de izquierda a derecha visto desde fuera. Varias fotografías colgaban de las paredes, mostrando una capital de terracería y hombres de levita, no el sumidero visceral que es ahora. Ella pidió una chibola y él un whisky con agua. Las velas en los rincones del bar, más la de la mesa, mostraba todos los perfiles del rostro de Isabel.
-Estudia medicina, ¿no?
-Sí.
-¿Por qué algo tan difícil?
-Fue por cuestión del azar, una confusión en la papelería, como quiera llamarlo.
-Es usted muy tosca, perdón que lo diga.
-Y usted muy perspicaz, perdón que lo diga.
-¿Le gusta leer?
-Sólo grandes biblias, todo lo demás es espantoso, novelas, dramas, obras. La Biblia es la condensación del mito del hombre. Fantásticamente estúpido.
-Aunque usted ti- Mario fue interrumpido.
-Vámonos, vámonos, por favor vámonos.
-Pero, ¿a dónde?
-¡Vámonos!

El carro atravesaba el oscuro camino en la carretera. Los kilómetros brillaban bajo los faros del carro periódicamente. El frío y la niebla marcaban la altura que iban adquiriendo conforme avanzaban.
-¿Sabe usted bailar?
-No, nunca he podido, soy peor que un madero.
-Deténgase aquí, sí, ahí.
Entraron a un rancho iluminado sobre Tecpán donde una marimba amenizaba con notas cálidas la temperatura. Isabel se quitó la bufanda y con ella llevó a Mario hacia la pista de baile llena de ancianos. Sonaba remembranza mientras Isabel se movía con una naturalidad sorprendente, obligando a Mario a asimilar sus movimientos.

Comenzaba a salir el Sol cuando Mario se reacomodaba en la cama junto al cuerpo desnudo de Isabel.

III

­­­­­-Otra vez, ¿verdad?

-Por favor, Mario, no comience de nuevo.

-¡Pero por dónde pretende que comience entonces!

-¿Sabe qué? Si va a andar con esas mierdas, mejor me largo y le juro que no regreso.

-Entonces váyase, pero no pretenda que va a regresar.

La puerta del apartamento produjo un gran estruendo que despertó a Sofía. La niña, de apenas ocho meses de edad, lloraba con fuerza, perforando el enojo de Mario hasta quitarle el ensimismamiento. Se paró del sillón de la sala, caminó hasta la habitación, y cargó en sus brazos a la niña, arrullándola para sumirla en un profundo sueño. Se sentó en la mecedora heredada de su abuela, y le narró un cuento de unos niños y la semejanza entre el agua y la luz. Al cabo de media hora, Sofía dormía plácida en la cuna. Mario tenía la certeza de que Isabel regresaría, siempre lo hacía. Creía que su instinto de madre no la dejaría irse dejando a la niña con él.

-Hey, ¿se han peleado de nuevo?

-¿Por qué preguntas?

-Vi salir a Isabel hacia la calle y tomar una camioneta, llevaba paso decidido.

-¿En serio?

La mirada etérea de Julia había cambiado completamente desde que Mario la vio por primera vez bajo el quicio de la puerta aquella noche. Le encargó que cuidara a la niña y salió a la calle. El Sol de las tres de la tarde le quemaba el cráneo mientras caminaba hacia la avenida Helena. Hizo una parada en una tienda cerca del Santuario de Guadalupe para comprar cigarrillos. Encendió uno luego de tres fosforazos fallidos por el aire que soplaba sobre la octava calle por el este. Tomó una camioneta hacia San Cristobal, en la que dos payasos montaban un acto para entretenimiento de los pasajeros. Un niño de rostro maquillado pasaba por el pasillo extendiendo una gorrita de lana solicitando dinero. A pesar de que a Mario no le fascinaba el teatro, ni conocía mucho al respecto, creyó que la escena era maravillosa, y dio treinta quetzales al niño. El resto del recorrido fue pensando en el desperdicio de ese talento, dedicado a los buses y no a las salas te teatro ocupadas sólo por huitecos y burlas.

En la entrada un guardia de seguridad atendió a Mario, preguntándole qué era lo que necesitaba.

-Sólo vengo a dejar flores a uno de mis muertos.

De hecho, llevaba un ramo de agapantos morados en la mano izquierda. El guardia agitó la cabeza en señal de aprobación y permitió a Mario entrar moviendo las rejas completamente oxidadas.

-Debe apresurarse, cerramos a las seis en punto.

-Claro.

Caminó entre arboledas con el Sol cayendo a su espalda. Las nubes bajaban lentamente creando la sensación de una densa neblina. El aroma del pasto reverdecido por las lluvias de invierno inundaba los pulmones. Cada paso lo hundía hacia el centro de la Tierra, los zapatos se le llenaban de plomo, los ojos lloraban demasiado. El frío era insoportable.

-Más, creo que hará falta… ffffff, sssshhhh…

Mario se detiene abruptamente frente a un mausoleo de dos metros de altura, con una fachada de columnas dóricas con fustes y capiteles jónicos desgastados por el paso del tiempo. Algunos vitrales rotos que alguna vez enseñaban imágenes de querubines y serafines se sostenían en los marcos. Una puerta de herrumbre llevaba inscritos fragmentos de algún poema de majestuosas montañas. Con un ligero empujón, la puerta cedió rápidamente. Un corredor largo se formaba bajo los rayos del último Sol. Candelabros colgaban del arco romano prolongado en el pasillo, losas de mármol sueltas resonaban bajo las pisadas de Mario. Al final del pasillo se desdibujaba una sombra recostada contra un nicho. Isabel sollozaba con todo su cabello sobre los brazos cruzados que sostenían la cabeza. Mario se acercó lentamente y se sentó junto a ella. Pasó su brazo por encima de la espalda encorvada y estrujó con fuerza el cuerpo de Isabel.

-Aquí traigo flores, colóquelas.

-No se le olvida que los agapantos eran sus favoritos.

-Sí, nunca se me borró.

-Lo siento Mario, pero sabe que no puedo seguir con esto. Lo supo desde el instante en el bar Granada.

-¿Y Sofía, qué será de ella?

-Yo sé que usted cuidará de ella, además, siempre está Julia.

-Pero, y nosotros, ¿se irá para siempre?

-No lo sé Mario.

-¿Usted me ama?

-Odio que pregunte esas cosas, no lo haga.

-Pero, tiene que amarme, tiene que hacerlo.

-Yo a usted no le debo nada.

-Y yo le debo el mundo entero.

-Adiós Mario.


*****

No puede ser, no puedo creerlo. Esto, esto es imposible. No puede estar muerta. Ella me prometió que nunca me abandonaría, que siempre estaría a mi lado. Yo la amo, la amo más que a nada en el mundo. Y ahora esto. Esta carta, confusa, no la entiendo. Dónde estás, dónde estás. La vida no puede ser esto, yo debí morir, sí, seguramente también estoy muerto, sólo que ella está en el cielo y yo en el infierno, sí, así es, así es. Qué difícil, no puedo creer que deba ir hasta el cielo para encontrarla de nuevo, pero le prometí que iría por ella hasta donde estuviera, no importa. Sí, debo alistarme…


*****

-Buenos días doctor.

-Buenos días Samuel, ¿cómo estuvo el turno?

-Nada fuera de lo común, todo en orden.

-Qué bueno escuchar eso, así se debe comenzar un día. ¿Ya le dijeron sobre el nuevo paciente?

-Ah, sí. Dicen que inventa su suicidio todos los días y lo recita de una manera muy atrayente. Ayer preparaba cianuro de oro, creo que lo leyó en una novela.

-¿Eso dicen? No he tenido la oportunidad de escucharlo.

-Descuide doctor, hemos grabado el último “suicidio”. Puede escucharlos si desea.

-Claro que sí, quizá logremos descubrir lo que lo hizo enloquecer. Nunca antes había visto un caso como este.

-Aquí sobran doctor, usted que aún es joven y extranjero, deberá volverse Dios o loco para asimilar nuestro estilo de vida.

-Es usted un bromista Samuel.

-Claro que si, claro que si…

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