lunes, 26 de enero de 2009

Décima Muerte

Xavier Villarrutia

I

¡Qué prueba de la existencia
habrá mayor que la suerte
de estar viviendo sin verte
y muriendo en tu presencia!
Esta lúcida conciencia
de amar a lo nunca visto
y de esperar lo imprevisto;
este caer sin llegar
es la angustia de pensar
que puesto que muero existo.

II

Si en todas partes estás,
en el agua y en la tierra,
en el aire que me encierra
y en el incendio voraz;
y si a todas partes vas
conmigo en el pensamiento,
en el soplo de mi aliento
y en mi sangre confundida,
¿no serás, Muerte, en mi vida,
agua, fuego, polvo y viento?

III

si tienes manos, que sean
de un tacto sutil y blando,
apenas sensible cuando
anestesiado me crean;
y que tus ojos me vean
sin mirarme, de tal suerte
que nada me desconcierte
ni tu vista ni tu roce,
para no sentir un goce
ni un dolor contigo, Muerte.

IV

Por caminos ignorados,
por hendiduras secretas,
por las misteriosas vetas
de troncos recién cortados,
te ven mis ojos cerrados
entrar en mi alcoba oscura
a convertir mi envoltura
opaca, febril, cambiante,
en materia de diamante
luminosa, eterna y pura.

V

No duermo para que al verte
llegar lenta y apagada,
para que al oír pausada
tu voz que silencios vierte,
para que al tocar la nada
que envuelve tu cuerpo yerto,
para que a tu olor desierto
pueda, sin sombra de sueño,
saber que de ti me adueño,
sentir que muero despierto.

VI

La aguja del instantero
recorrerá su cuadrante,
todo cabrá en un instante
del espacio verdadero
que, ancho, profundo y señero,
será elástico a tu paso
de modo que el tiempo cierto
prolongará nuestro abrazo
y será posible, acaso,
vivir después de haber muerto.

VII

En el roce, en el contacto,
en la inefable delicia
de la suprema caricia
que desemboca en el acto,
hay un misterioso pacto
del espasmo delirante
en que un cielo alucinante
y un infierno de agonía
se funden cuando eres mía
y soy tuyo en un instante.

VIII

¡Hasta en la ausencia estás viva!
Porque te encuentro en el hueco
de una forma y en el eco
de una nota fugitiva;
porque en mi propia saliva
fundes tu sabor sombrío,
y a cambio de lo que es mío
me dejas sólo el temor
de hallar hasta en el sabor
la presencia del vacío.

IX

Si te llevo en mí prendida
y te acaricio y escondo,
si te alimento en el fondo
de mi más secreta herida;
si mi muerte te da vida
y goce mi frenesí,
¡qué será, Muerte, de ti
cuando al salir yo del mundo,
deshecho el nudo profundo,
tengas que salir de mí?

X

En vano amenazas, Muerte,
cerrar la boca a mi herida
y poner fin a mi vida
con una palabra inerte.
¡Qué puedo pensar al verte,
si en mi angustia verdadera
tuve que violar la espera;
si en vista de tu tardanza
para llenar mi esperanza
no hay hora en que yo no muera!

miércoles, 21 de enero de 2009

Heil Führer!

Hola Juan Diego, ¿cómo has estado? Espero que muy bien, hoy también le pedí favor a N. que te preguntara si te había llegado mi correo... pero veo que no.

Quiero antes que nada disculparme contigo por todo el tiempo que te estuve molestando con las películas, tú sabes que por la edad que tengo y por la manera en que fui criada por mi mamá pues acostumbro siempre a cumplir mi palabra y lo mismo espero de las demás personas, odio las mentiras y más en los hombres -amigos, novios, hermanos, sobrinos, primos, etc.-. Y tengo el leve presentimiento que me mentiste, pero ya estuvo.

Por otro lado, el sábado pude ver la película Babel (ME ENCANTÓ, UN BUEN LARGOMETRAJE), la cual no estaba dentro de mi lista de pedidos, como tampoco estaban las demás que me diste, la única en el pedido era la LISTA DE...... que el próximo sábado la veré. No sé si quisiste engañarme, tomarme el pelo, o quisiste únicamente salvar un compromiso, pero te digo que quedaste medio bien, y no es necesario que te diga cuáles eran las películas y que no eran los CD que yo compré, me entusiasmé con ver las películas que te pedí, pues soy amante del cine y de las buenas películas, veré cómo las consigo.

Yo, además de ser incisiva como pudiste darte cuenta, también soy comprensiva y si me hubieses dado una explicación yo estoy segura que te hubiese entendido, pero en este caso quedaste mal como caballero que eres, nunca hagas un compromiso que no puedas cumplir, no empeñes tu palabra por pequeñeses como esta, los Q20 que gasté en los CD no valen la palabra de un hombre, tu palabra vale mucho más que eso y dale valor para tooooooooda tu vida, por muy insignificantes que seamos para ti las personas a las que se las das, decir la verdad no cuesta nada y no hacer compromisos que no se pueden cumplir es mucho más sencillo.

Nuevamente perdóname Juan Diego, fue un gusto trabajar contigo y te deseo lo mejor, espero que algún día me escribas desde Europa contándome que ya estás trabajando en una editorial y que te va muy bien y que de repente me invitas a viajar hasta donde te encuentres, por supuesto tú pagas.... ¡ah! pero antes me envías los boletos del avión....

Hasta pronto, cuídate mucho y no digas muchas "malas palabras", no van con tu personalidad.

domingo, 18 de enero de 2009

Las cosas que no te puedo decir



Yo pienso en ti, tú vives en mi mente.
-José Batres Montufar.

He buscado en mil y un poemas cómo
decirte que te amo, he leído mil y
un libros tratando de encontrar esas
palabras secretas que se escapan a
mi razón sólo para confesarte mis
secretos. He visto por sobre hombros
de gigantes todos los grandes amores
de la historia, todas las locuras
desmedidas y apasionadas del hombre,
he derramado cada gota de sangre, he
proferido todos los lamentos
contenidos en la tristeza del mundo,
he sido el Atlas mitológico durante
años, soportando esta desazón que me
corroe y quiebra el alma sólo para
encontrar las palabras más bellas.
Luego de tantos años de estudio, de
desvelos, de llantos, de decepciones,
de la ingesta continua de todas las
flores, la respiración de los aromas
más dulces, después de observar los
lugares más bellos de la tierra, de
escuchar las baladas más románticas
y desgarradoras, mi vida ha culminado,
ahora soy un viejo decrépito sentado
en un escritorio, con toda la
sabiduría del universo entero, con
todos los títulos que alguien pueda
llegar a alcanzar y un poco más, con
estantes llenos de libros, enciclopedias,
revistas con los secretos para enamorar
a alguien, textos de brujería, lo que te
pase por la mente y no exceda tu
imaginación he llegado a saber. Aún no
logro deshacerme de esta tristeza, de
este deseo inefable que tengo de decirte
las cosas que sufro. Las noches se vuelven
eternas, el sol amanece y todos los
astros me ven con indiferencia, sabiendo
que tengo números inimaginables de cosas
para decirte, para susurrarte al oído con
la delicadeza que una madre arrulla al
niño. Te veo y trago mi saliva con
dificultad, raspándome, desgarrándome por
dentro sabiendo que soy más de lo que ves,
que soy aquello que nunca has podido alejar
de tu mente, de tus impulsos alocados, de tus
niñerías, de tus desaciertos y tantas otras
cosas. Los días, las horas, los minutos, los
segundos han dejado estragos tras de sí sobre
todo mi cuerpo, ya no soy el joven que
una vez volviste loco con tu mirada, que
a escondidas de todos, protegido por la
luz de la luna te visitaba todas las
noches, quien en tu ayuda saltaba a lo
desconocido, ni aquel que ahuyentaba tus
miedos, ahora solamente soy un viejo que
nunca tuvo la oportunidad de decirte que
siempre deseó nadar en el límpido mar
de tus ojos, que siempre quiso beber el
néctar de tus labios, que vio en tu
sonrisa la salvación eterna, que en tus
manos encontró la condena de Cristo, que
en tus senos buscó montañas y ríos, que
adoró siempre los pies que te sostienen,
que escuchó en tu risa el cantar de los
querubines y serafines, que sintió en
tus llantos el dolor de la vida, que en
tus caricias conoció la muerte, que en tu
cabello descubrió el Edén. En fin, quizá
sea muy tarde, quizá hayas olvidado lo que
soy, pero este viejo que ahora muere,
siempre quiso decirte que te ama, que te
amó por siempre, y que te amará aun cuando
los cielos hayan descendido sobre nosotros.
Discúlpame por haberme tomado tanto tiempo,
hay cosas en el infinito cielo que Dios ha dejado
sin nombre y este ha sido mi castigo.

martes, 13 de enero de 2009

Raíz cuadrada de menos uno

Aquella teoría que no encuentre
aplicación práctica en la vida,
es una acrobacia del pensamiento.
-Swami Vivekananda


“Quizá esto me obligue a escribir el cuento, aunque encuentro difícil el ejercicio, ya que tengo demasiadas cosas en la cabeza...” se repitió en silencio José mientras tamborileaba con los dedos sobre el teclado, produciendo incoherencias en la página en blanco de Word. Las ventanas se sacudían con un viento cálido haciendo tenebrosos ruidos como de terremotos. Los aullidos de los perros de todo el centro sumados a las sirenas y sus constantes efectos Doppler distraían a José con patrones numéricos divinos. Todos estos días no dejaba de pensar en el siguiente cuento que escribiría y su sucesiva publicación. La falta de ingresos monetarios hacía que la necesidad lo sentara todas las noches para exprimirle un par de líneas y palabras, que luego de media hora de revisión, decidía borrar argumentando que no era el inicio adecuado para un cuento. El sueño producido por sus desvelos lograba vencerlo de cuando en cuando, dejando cigarros encendidos por toda la casa, sobre el lavabo y sillones y hoy pesaban más que nunca sus párpados. Luego de la tercera semana de permanecer estancado en el inicio, decidió salir para tomar el fresco de la noche y eliminar todos sus conflictos e indecisiones para poder escribir el cuento. Se colocó unos pantalones de lona, una playera blanca, un par de tenis gastados y agrietados y salió a la nada tomando solamente las llaves de la puerta hacia la calle y una cajetilla de cigarros. Al dejarse sumir en la oscuridad el destello de un fosforazo iluminó por unos instantes su rostro maliciento y una barba de meses, que después se cubrió con el humo expulsado por su boca. La noche en las calles de la ciudad apenas pintaba unas pocas estrellas, como si el Universo se fuera extinguiendo poco a poco. Caminaba con una dejadez asombrosa a propósito, para que los travestis con sus tangas y faldas y algarabía no le prestaran atención mientras subía por el sur de la ciudad hacía la plaza central, donde él seguramente así creía, encontraría esa “inspiración” para comenzar el cuento. Al llegar al asta que se dominaba vertical hacia el cielo se sentó con las piernas cruzadas una sobre la otra, tratando de ahuyentar tantas aflicciones. Media hora después de sereno y cero avances en la creación del cuento, una mujer cruzó el portal frente a José. De no haber sido por la gabardina negra que llevaba, él nunca hubiera visto a la mujer, pero por ser los primeros días de abril, y el calor que reinaba esa noche, José se preguntó la razón de la gabardina. José se levantó con un gran esfuerzo mental del pie del asta en el centro de la plaza, y observó cómo la mujer de más de metro setenta, una estatura superior a la media de la mujer guatemalteca, avanzaba rápidamente dando taconazos en el suelo, mientras el pelo lacio y largo hasta la espalda baja se le agitaba en el andar. Se giró sobre su izquierda y siguió caminando, en lo que un escalofrío recorrió la espalda de José. Este decidió seguirla y tomó impulso para alcanzarla. Al llegar a la esquina donde la mujer había cruzado, José apenas alcanzó a ver la gabardina negra adentrándose en uno de tantos pasajes que las cuadras tenían desde la construcción de la ciudad. Con cautela y evitando hacer ruido con sus pasos, José se acercó a la entrada del pasaje, revisando con los ojos y la frente las luces que lo iluminaban por dentro. Las cantinas del pasaje despegaban un olor de confianza para José, y este entró rápidamente, cuidando que nadie lo siguiera también. Con premura José se escondió en uno de los quioscos vacíos para buscar desde ahí a la muchacha que había seguido. La ausencia de personas hacía que su confianza se incrementara y lo envalentonaba la idea de estar siguiendo a una completa desconocida por razones simplemente estúpidas. Ya localizados los pocos establecimientos que permanecían abiertos, José abandonó el quiosco adentrándose más en el pasaje. El techo abovedado asemejaba un cielo cerúleo con nubes dibujadas con tiza, varios lazos morados cubrían el trayecto, indicando la cercanía de la Semana Santa en la ciudad. José había escuchado miles de historias y anécdotas sobre estos pasajes, pero por su condición de huraño no se había molestado en conocer alguno. Ahora que atravesaba puertas y anuncios de venta de los mejores remedios para la impotencia sexual, o evitar la caída del cabello, José comenzaba a sentirse hostigado, molesto y un completo absurdo. No sabía si la mujer había entrado en alguno de los bares o si sólo atravesó el pasaje como un paseo para salir en otra calle. Luego de este razonamiento, José decidió que lo más probable era que una mujer con gabardina de seguro entraría a algún bar, pero cuál. Atravesó todo el pasaje, para confirmar su hipótesis, y entró en La conchita marina. Un hombre alto y corpulento, con una cicatriz que le atravesaba el rostro desde el mentón a la oreja izquierda pasando sobre los labios protegía la entrada. El hombre al ver a José le preguntó qué deseaba.
- Creo haber visto a entrar una conocida aquí.
- Usted no tiene ninguna conocida aquí, dijo el hombre.- Nadie aquí conoce a nadie.
- Vamos hombre, sólo deseo entrar y beber algo.
- Pase adelante, pero no le garantizo que encuentre lo que usted busca.
Un conjunto de luces de neón iluminaba la estancia, que era dominada por varias mesas y sillas plásticas, y una especie de proscenio en el fondo junto a una barra y una máquina registradora. El ambiente pesaba por la música country que rebotaba en las paredes, y por el aroma a sexo en todo el lugar. José se sentó en una silla frente al proscenio esperando ser atendido. Luego de diez minutos de espera, una joven de dieciséis años aproximadamente, con un delantal sucio y una cara rodeada de pecas puso una mano sobre la espalda de José, quien dio un respingo y atragantó un alarido.
- ¿Qué desea joven?
- He visto entrar a una mujer con gabardina negra a este lugar, me preguntaba si aún se encuentra aquí.
- Lo siento joven, pero aquí todas las mujeres usan gabardina negra para entrar, debe ser usted más específico.
- Claro, claro, tiene el pelo larguísimo y más negro que haya visto jamás.
- Pues así es más fácil, ya sé de quien se trata. Dele unos minutos y la verá, su turno comienza a estas horas. ¿No desea algo para beber?
- Una cerveza por favor.
Con la botella en la mano, José esperó en la soledad del neón a que algo pasara, hasta que el volumen de la música descendió drásticamente y una voz anunció a la encantadora Roxana. Unas luces se encendieron sobre el proscenio dejando ver la figura esbelta de una mujer de casi treinta y cinco años, el pelo azabache que José reconoció en seguida, unos senos bastante apretados en un sostén negro y un calzón con encajes que torneaba su cintura hacía la combinación perfecta con el tono de la piel, quemada a fuego lento. Roxana bailó frente a José haciendo miles de piruetas junto a un tubo metálico lleno de parafina, acercándose a él con cautela, rozando levemente su rostro con la punta de los dedos, excitando cada terminación nerviosa de José. El acto duró no más de quince minutos, finalizando con la remoción del sostén de Roxana siendo lanzado en el aire hacia José. La joven de las pecas se acercó a José para decirle que cerrarían y que debía retirarse. José salió y esperó apostado en la acera a que saliera Roxana, necesitaba algo, no estaba seguro de qué, algo como pedirle que se casara con él o fuera su musa para inspirar el trabajo que necesitaba realizar. Mientras esperaba imaginando lo ridícula que sería su solicitud para Roxana, una chispa del cigarro que había dejado encendido sobre el escritorio inició el siniestro que devoró con toda la habitación del fallecido no identificado aún por los bomberos municipales. La noticia se terminaba con un acercamiento al rostro del vocero de los bomberos, explicando que estos casos siempre se dan por un descuido, los jóvenes de ahora ya no prestan atención al mundo que los rodea y deciden huir hacia fantasías lejanas y números imaginarios.

viernes, 2 de enero de 2009

Marking Time, Waiting for Death

III


In Memoriam José Haroldo Oquendo Castillo,
maestro y tejedor, 1934–2007.

El cielo desdibujado en matices grisáceos de los últimos días de un diciembre helado pesaba sobre los delgados hombros de la niña de diecinueve años, regresando de la universidad con la reverberación de miles de recuerdos de quien habría de ser en toda su vida su segundo padre, su “escape” como ella solía definirlo. Miraba a través de la ventana el día aciago, el trinar inmenso que se escuchaba sobre toda la calzada Roosevelt de los miles de pájaros de entonces. Mientras conducía el desgastado oldsmobile del sesenta verdeazulado sacaba un cigarro de la cajetilla de Payasos sin filtro que recién había comprado al salir de la facultad, luego de escuchar con calma y sin emitir sílaba o ruido alguno la noticia de que su abuelo había fallecido esa mañana; un infarto había logrado arrancarle el último soplo de vida a las siete de la mañana con catorce minutos, y la seguridad que los hospitales le brindaban se esfumaría para siempre hasta el día de la explosión de EV Lacertae. Con dificultad timoneaba de un lado a otro encendiendo el cigarro entre los dedos. Luego de dos golpes certeros al tabaco, tomó conciencia de la situación, puso en orden todos sus pensamientos y lo que desde ahora debía hacer. Bajó la ventanilla con la manija hasta la mitad, dejó que los vientos contrarios a los setenta kilómetros por hora que hacía el vehículo golpearan su rostro arrastrando las lágrimas hasta los oídos. Al instante mientras avanzaba hacia el puente El Incienso encendió la radio de una manotada y Firebird (suite 1919) de Igor Stravinsky calmó su agitada respiración conforme la partitura se iba dibujando en su mente, llevándola de la mano a un ascetismo profundo y una “cristiana resignación” en el reino de Kashchei.

Aparcó el carro frente a la casa de su abuelo, a dos cuadras de la Merced sobre la avenida. Descendió como en estado de gracia divina y al primer contacto con el suelo cruzó la avenida sin contar los pasos, cosa que en esta única ocasión era lo que menos le preocupaba. Tocó el timbre de la casa escuchando a lo lejos el repique de un plato metálico, unos minutos eternos pasaron de largo mientras un silencio atronador la asediaba de pies a cabeza. Sin querer había encendido otro cigarrillo, olvidando las consecuencias de que su familia la viera fumando, sólo su abuelo lo sabía, y por más que éste intentaba persuadirla, ella respondía que aún no lo iba a dejar, era un vicio que la caracterizaría por siempre. La puerta se abrió con un respingo de ella lanzando el cigarro a tiempo a los ventanales de la casa vecina. Su hermana no había visto nada. Sólo sintió la peste a cigarro en ella. La pequeña de catorce años se lanzó a ella llorando como una Magdalena.
–¿Por qué tenía que morir el abuelo? ¿Por qué?
–No lo sé Isabela, no lo sé. ¿Y mi papá, cómo está?
–Está tranquilo, no ha llorado nada, sólo se mantiene como un –y la voz se le quebró a Isabela, para hundirse más entre los sollozos ligeros de su hermana mayor.

Ambas entraron cerrando la puerta tras de sí. Un halo de oscuridad cubría las sendas habitaciones que atravesaban hasta llegar a la galera de la casa, donde unas seis o siete máquinas (ella nunca se tomó la molestia de contarlas) de tejer, una remalladora, una plancha industrial y una mesa para cortar hacían guardia a la habitación vacía donde su abuelo había pasado la noche antepasada, antes de que fuera trasladado al hospital por toda la comitiva de su familia.
–¿Dónde has estado?, le espetó su madre mientras se paraba del diván cargando al pequeño niño–. Nos tenías a todos muy preocupados, desaparecer por horas sabiendo lo que ha pasado, eso no correcto.
–¿Y mi papá, dónde está?, intervino ella con fuerza.
Sólo cabeceó señalándole la puerta hacia la terraza. Ella continuó caminando sin dirigirle la mirada a su madre. Empujó la puerta astillada y ascendió por unas escaleras metálicas en medio de paredes mohosas hasta llegar a la terraza, el ruido de sus pasos alertó a su padre, quien al verla, bajó la cabeza al suelo y dejó soltar dos lágrimas que había retenido por muchos años, y la abrazó, demostrando el guiñapo que puede llegar a ser un hombre de casi dos metros de alto y de consistencia corpulenta.
–¿Dónde estabas Sofía? Tu mamá estaba como loca.
–Sólo anduve dando vueltas por la ciudad, no sabía qué hacer.
–Está bien, qué bueno que ya estés aquí.
–¿Dónde lo van a enterrar?
–Creo que en Los Parques.
–¿Mañana?
–Sí, a las dos y media sale el cortejo.
–Estaré ahí.

*****

–Aún no puedo creer que haya muerto, ¿sabés?
–¿Cómo no? Estuvimos en el velorio, vimos la caja, todo.
–Yo sé, a lo que me refiero es que hacía sólo unos meses lo vi como siempre, andando con dificultad, pero en fin andando.
–Bueno, así es la vida Casio, eres muy joven para comprenderlo tal vez. Ahora callate que la misa está a punto de comenzar.
La capilla en que se oficiaba la misa era flanqueada por sendos vitrales de algunos santos, conformada solamente por una nave central y dos filas de bancas, hasta el ara al fondo, con todos los instrumentos necesarios para el rito. Casio se encontraba sentado hasta atrás junto a su padre, observando a los familiares de su jefe, cruzando los brazos y tronando cada una de las articulaciones de sus manos. El oficio divino dio inicio con un viejito extremadamente canado quien podría muy bien estar dentro de otro ataúd igual. Unas palabras y todos los presentes se pararon, dibujaron varias cruces imaginarias en sus rostros y volvieron a sentarse. Casio divagaba dejando las palabras del padre atravesarlo sin ningún problema, nunca había sido de esas personas fanáticas de la religión. Sólo lo hacía por respeto. A la mitad de la homilía, llegó la nieta del fallecido, de quien Casio había escuchado alguna vez hablar a su jefe. Los cabellos hirsutos del pelo azabache agitándose entre el incienso y el vestido negro delineando cada curva y pronunciación del juvenil cuerpo de la niña absorbieron completamente a Casio. El eco de unas campanadas desensimismó a Casio, quien se levantó rápidamente del banco para llevar el féretro hasta la tumba. Seis hombres rodearon el ataúd, entre ellos Casio, y lo levantaron, todos haciendo desmesura de su fuerza al notar que el ataúd pesaba casi nada. Una pequeña llovizna inusual de diciembre llenaba de minúsculas gotas los hombros de los cargadores mientras el séquito llegaba a la tumba. Entre llantos y lamentos, una señora de aproximadamente cuarenta años dijo unas palabras de agradecimiento a todos los presentes y que luego habría una pequeña refacción. El ataúd se fue hundiendo lentamente y todas las personas se fueron parando en pequeños grupos, dirigiéndose hacia la recepción, unos contando maravillosas historias y hazañas que el fallecido quizá nunca vivió, hasta que solamente quedaron Casio y Sofía frente a la tumba. Sofía apretaba un cigarro entre los labios, buscando con ambas manos los fósforos.
–Aquí tiene señorita, dijo Casio extendiéndole una carterita.
–Gracias, y Sofía encendió el cigarro. Aspiró con fuerza–. ¿Usted cómo conoció a mi abuelo?
–Yo trabajaba para él.
–¿Ah sí? ¿Qué era lo que hacía?
–Yo le llevaba en sus viajes para la compra de material. Aprendí mucho de él, fue como mi segundo padre.
Sofía gimió al escuchar estas palabras y reventó en llanto más por nunca haber sabido de estos viajes de su abuelo y Casio. Él se acercó a ella y la abrazó ligeramente. Casio logró percibir el aroma a avellanas que despedía el cabello de Sofía, sentir sus senos abultados bajo el sostén y el vestido, y la calidez que expiraba cada poro de ella. Casio recordaría por siempre ese día, en que un pequeño susurro era llevado por el viento la tarde de ese diciembre diáfano desde un cementerio, cuando el Sol se comenzaba a esconder detrás de las doradas ramas de los pinos y la tierra era vertida sobre un ataúd.