viernes, 2 de enero de 2009

Marking Time, Waiting for Death

III


In Memoriam José Haroldo Oquendo Castillo,
maestro y tejedor, 1934–2007.

El cielo desdibujado en matices grisáceos de los últimos días de un diciembre helado pesaba sobre los delgados hombros de la niña de diecinueve años, regresando de la universidad con la reverberación de miles de recuerdos de quien habría de ser en toda su vida su segundo padre, su “escape” como ella solía definirlo. Miraba a través de la ventana el día aciago, el trinar inmenso que se escuchaba sobre toda la calzada Roosevelt de los miles de pájaros de entonces. Mientras conducía el desgastado oldsmobile del sesenta verdeazulado sacaba un cigarro de la cajetilla de Payasos sin filtro que recién había comprado al salir de la facultad, luego de escuchar con calma y sin emitir sílaba o ruido alguno la noticia de que su abuelo había fallecido esa mañana; un infarto había logrado arrancarle el último soplo de vida a las siete de la mañana con catorce minutos, y la seguridad que los hospitales le brindaban se esfumaría para siempre hasta el día de la explosión de EV Lacertae. Con dificultad timoneaba de un lado a otro encendiendo el cigarro entre los dedos. Luego de dos golpes certeros al tabaco, tomó conciencia de la situación, puso en orden todos sus pensamientos y lo que desde ahora debía hacer. Bajó la ventanilla con la manija hasta la mitad, dejó que los vientos contrarios a los setenta kilómetros por hora que hacía el vehículo golpearan su rostro arrastrando las lágrimas hasta los oídos. Al instante mientras avanzaba hacia el puente El Incienso encendió la radio de una manotada y Firebird (suite 1919) de Igor Stravinsky calmó su agitada respiración conforme la partitura se iba dibujando en su mente, llevándola de la mano a un ascetismo profundo y una “cristiana resignación” en el reino de Kashchei.

Aparcó el carro frente a la casa de su abuelo, a dos cuadras de la Merced sobre la avenida. Descendió como en estado de gracia divina y al primer contacto con el suelo cruzó la avenida sin contar los pasos, cosa que en esta única ocasión era lo que menos le preocupaba. Tocó el timbre de la casa escuchando a lo lejos el repique de un plato metálico, unos minutos eternos pasaron de largo mientras un silencio atronador la asediaba de pies a cabeza. Sin querer había encendido otro cigarrillo, olvidando las consecuencias de que su familia la viera fumando, sólo su abuelo lo sabía, y por más que éste intentaba persuadirla, ella respondía que aún no lo iba a dejar, era un vicio que la caracterizaría por siempre. La puerta se abrió con un respingo de ella lanzando el cigarro a tiempo a los ventanales de la casa vecina. Su hermana no había visto nada. Sólo sintió la peste a cigarro en ella. La pequeña de catorce años se lanzó a ella llorando como una Magdalena.
–¿Por qué tenía que morir el abuelo? ¿Por qué?
–No lo sé Isabela, no lo sé. ¿Y mi papá, cómo está?
–Está tranquilo, no ha llorado nada, sólo se mantiene como un –y la voz se le quebró a Isabela, para hundirse más entre los sollozos ligeros de su hermana mayor.

Ambas entraron cerrando la puerta tras de sí. Un halo de oscuridad cubría las sendas habitaciones que atravesaban hasta llegar a la galera de la casa, donde unas seis o siete máquinas (ella nunca se tomó la molestia de contarlas) de tejer, una remalladora, una plancha industrial y una mesa para cortar hacían guardia a la habitación vacía donde su abuelo había pasado la noche antepasada, antes de que fuera trasladado al hospital por toda la comitiva de su familia.
–¿Dónde has estado?, le espetó su madre mientras se paraba del diván cargando al pequeño niño–. Nos tenías a todos muy preocupados, desaparecer por horas sabiendo lo que ha pasado, eso no correcto.
–¿Y mi papá, dónde está?, intervino ella con fuerza.
Sólo cabeceó señalándole la puerta hacia la terraza. Ella continuó caminando sin dirigirle la mirada a su madre. Empujó la puerta astillada y ascendió por unas escaleras metálicas en medio de paredes mohosas hasta llegar a la terraza, el ruido de sus pasos alertó a su padre, quien al verla, bajó la cabeza al suelo y dejó soltar dos lágrimas que había retenido por muchos años, y la abrazó, demostrando el guiñapo que puede llegar a ser un hombre de casi dos metros de alto y de consistencia corpulenta.
–¿Dónde estabas Sofía? Tu mamá estaba como loca.
–Sólo anduve dando vueltas por la ciudad, no sabía qué hacer.
–Está bien, qué bueno que ya estés aquí.
–¿Dónde lo van a enterrar?
–Creo que en Los Parques.
–¿Mañana?
–Sí, a las dos y media sale el cortejo.
–Estaré ahí.

*****

–Aún no puedo creer que haya muerto, ¿sabés?
–¿Cómo no? Estuvimos en el velorio, vimos la caja, todo.
–Yo sé, a lo que me refiero es que hacía sólo unos meses lo vi como siempre, andando con dificultad, pero en fin andando.
–Bueno, así es la vida Casio, eres muy joven para comprenderlo tal vez. Ahora callate que la misa está a punto de comenzar.
La capilla en que se oficiaba la misa era flanqueada por sendos vitrales de algunos santos, conformada solamente por una nave central y dos filas de bancas, hasta el ara al fondo, con todos los instrumentos necesarios para el rito. Casio se encontraba sentado hasta atrás junto a su padre, observando a los familiares de su jefe, cruzando los brazos y tronando cada una de las articulaciones de sus manos. El oficio divino dio inicio con un viejito extremadamente canado quien podría muy bien estar dentro de otro ataúd igual. Unas palabras y todos los presentes se pararon, dibujaron varias cruces imaginarias en sus rostros y volvieron a sentarse. Casio divagaba dejando las palabras del padre atravesarlo sin ningún problema, nunca había sido de esas personas fanáticas de la religión. Sólo lo hacía por respeto. A la mitad de la homilía, llegó la nieta del fallecido, de quien Casio había escuchado alguna vez hablar a su jefe. Los cabellos hirsutos del pelo azabache agitándose entre el incienso y el vestido negro delineando cada curva y pronunciación del juvenil cuerpo de la niña absorbieron completamente a Casio. El eco de unas campanadas desensimismó a Casio, quien se levantó rápidamente del banco para llevar el féretro hasta la tumba. Seis hombres rodearon el ataúd, entre ellos Casio, y lo levantaron, todos haciendo desmesura de su fuerza al notar que el ataúd pesaba casi nada. Una pequeña llovizna inusual de diciembre llenaba de minúsculas gotas los hombros de los cargadores mientras el séquito llegaba a la tumba. Entre llantos y lamentos, una señora de aproximadamente cuarenta años dijo unas palabras de agradecimiento a todos los presentes y que luego habría una pequeña refacción. El ataúd se fue hundiendo lentamente y todas las personas se fueron parando en pequeños grupos, dirigiéndose hacia la recepción, unos contando maravillosas historias y hazañas que el fallecido quizá nunca vivió, hasta que solamente quedaron Casio y Sofía frente a la tumba. Sofía apretaba un cigarro entre los labios, buscando con ambas manos los fósforos.
–Aquí tiene señorita, dijo Casio extendiéndole una carterita.
–Gracias, y Sofía encendió el cigarro. Aspiró con fuerza–. ¿Usted cómo conoció a mi abuelo?
–Yo trabajaba para él.
–¿Ah sí? ¿Qué era lo que hacía?
–Yo le llevaba en sus viajes para la compra de material. Aprendí mucho de él, fue como mi segundo padre.
Sofía gimió al escuchar estas palabras y reventó en llanto más por nunca haber sabido de estos viajes de su abuelo y Casio. Él se acercó a ella y la abrazó ligeramente. Casio logró percibir el aroma a avellanas que despedía el cabello de Sofía, sentir sus senos abultados bajo el sostén y el vestido, y la calidez que expiraba cada poro de ella. Casio recordaría por siempre ese día, en que un pequeño susurro era llevado por el viento la tarde de ese diciembre diáfano desde un cementerio, cuando el Sol se comenzaba a esconder detrás de las doradas ramas de los pinos y la tierra era vertida sobre un ataúd.

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