martes, 13 de enero de 2009

Raíz cuadrada de menos uno

Aquella teoría que no encuentre
aplicación práctica en la vida,
es una acrobacia del pensamiento.
-Swami Vivekananda


“Quizá esto me obligue a escribir el cuento, aunque encuentro difícil el ejercicio, ya que tengo demasiadas cosas en la cabeza...” se repitió en silencio José mientras tamborileaba con los dedos sobre el teclado, produciendo incoherencias en la página en blanco de Word. Las ventanas se sacudían con un viento cálido haciendo tenebrosos ruidos como de terremotos. Los aullidos de los perros de todo el centro sumados a las sirenas y sus constantes efectos Doppler distraían a José con patrones numéricos divinos. Todos estos días no dejaba de pensar en el siguiente cuento que escribiría y su sucesiva publicación. La falta de ingresos monetarios hacía que la necesidad lo sentara todas las noches para exprimirle un par de líneas y palabras, que luego de media hora de revisión, decidía borrar argumentando que no era el inicio adecuado para un cuento. El sueño producido por sus desvelos lograba vencerlo de cuando en cuando, dejando cigarros encendidos por toda la casa, sobre el lavabo y sillones y hoy pesaban más que nunca sus párpados. Luego de la tercera semana de permanecer estancado en el inicio, decidió salir para tomar el fresco de la noche y eliminar todos sus conflictos e indecisiones para poder escribir el cuento. Se colocó unos pantalones de lona, una playera blanca, un par de tenis gastados y agrietados y salió a la nada tomando solamente las llaves de la puerta hacia la calle y una cajetilla de cigarros. Al dejarse sumir en la oscuridad el destello de un fosforazo iluminó por unos instantes su rostro maliciento y una barba de meses, que después se cubrió con el humo expulsado por su boca. La noche en las calles de la ciudad apenas pintaba unas pocas estrellas, como si el Universo se fuera extinguiendo poco a poco. Caminaba con una dejadez asombrosa a propósito, para que los travestis con sus tangas y faldas y algarabía no le prestaran atención mientras subía por el sur de la ciudad hacía la plaza central, donde él seguramente así creía, encontraría esa “inspiración” para comenzar el cuento. Al llegar al asta que se dominaba vertical hacia el cielo se sentó con las piernas cruzadas una sobre la otra, tratando de ahuyentar tantas aflicciones. Media hora después de sereno y cero avances en la creación del cuento, una mujer cruzó el portal frente a José. De no haber sido por la gabardina negra que llevaba, él nunca hubiera visto a la mujer, pero por ser los primeros días de abril, y el calor que reinaba esa noche, José se preguntó la razón de la gabardina. José se levantó con un gran esfuerzo mental del pie del asta en el centro de la plaza, y observó cómo la mujer de más de metro setenta, una estatura superior a la media de la mujer guatemalteca, avanzaba rápidamente dando taconazos en el suelo, mientras el pelo lacio y largo hasta la espalda baja se le agitaba en el andar. Se giró sobre su izquierda y siguió caminando, en lo que un escalofrío recorrió la espalda de José. Este decidió seguirla y tomó impulso para alcanzarla. Al llegar a la esquina donde la mujer había cruzado, José apenas alcanzó a ver la gabardina negra adentrándose en uno de tantos pasajes que las cuadras tenían desde la construcción de la ciudad. Con cautela y evitando hacer ruido con sus pasos, José se acercó a la entrada del pasaje, revisando con los ojos y la frente las luces que lo iluminaban por dentro. Las cantinas del pasaje despegaban un olor de confianza para José, y este entró rápidamente, cuidando que nadie lo siguiera también. Con premura José se escondió en uno de los quioscos vacíos para buscar desde ahí a la muchacha que había seguido. La ausencia de personas hacía que su confianza se incrementara y lo envalentonaba la idea de estar siguiendo a una completa desconocida por razones simplemente estúpidas. Ya localizados los pocos establecimientos que permanecían abiertos, José abandonó el quiosco adentrándose más en el pasaje. El techo abovedado asemejaba un cielo cerúleo con nubes dibujadas con tiza, varios lazos morados cubrían el trayecto, indicando la cercanía de la Semana Santa en la ciudad. José había escuchado miles de historias y anécdotas sobre estos pasajes, pero por su condición de huraño no se había molestado en conocer alguno. Ahora que atravesaba puertas y anuncios de venta de los mejores remedios para la impotencia sexual, o evitar la caída del cabello, José comenzaba a sentirse hostigado, molesto y un completo absurdo. No sabía si la mujer había entrado en alguno de los bares o si sólo atravesó el pasaje como un paseo para salir en otra calle. Luego de este razonamiento, José decidió que lo más probable era que una mujer con gabardina de seguro entraría a algún bar, pero cuál. Atravesó todo el pasaje, para confirmar su hipótesis, y entró en La conchita marina. Un hombre alto y corpulento, con una cicatriz que le atravesaba el rostro desde el mentón a la oreja izquierda pasando sobre los labios protegía la entrada. El hombre al ver a José le preguntó qué deseaba.
- Creo haber visto a entrar una conocida aquí.
- Usted no tiene ninguna conocida aquí, dijo el hombre.- Nadie aquí conoce a nadie.
- Vamos hombre, sólo deseo entrar y beber algo.
- Pase adelante, pero no le garantizo que encuentre lo que usted busca.
Un conjunto de luces de neón iluminaba la estancia, que era dominada por varias mesas y sillas plásticas, y una especie de proscenio en el fondo junto a una barra y una máquina registradora. El ambiente pesaba por la música country que rebotaba en las paredes, y por el aroma a sexo en todo el lugar. José se sentó en una silla frente al proscenio esperando ser atendido. Luego de diez minutos de espera, una joven de dieciséis años aproximadamente, con un delantal sucio y una cara rodeada de pecas puso una mano sobre la espalda de José, quien dio un respingo y atragantó un alarido.
- ¿Qué desea joven?
- He visto entrar a una mujer con gabardina negra a este lugar, me preguntaba si aún se encuentra aquí.
- Lo siento joven, pero aquí todas las mujeres usan gabardina negra para entrar, debe ser usted más específico.
- Claro, claro, tiene el pelo larguísimo y más negro que haya visto jamás.
- Pues así es más fácil, ya sé de quien se trata. Dele unos minutos y la verá, su turno comienza a estas horas. ¿No desea algo para beber?
- Una cerveza por favor.
Con la botella en la mano, José esperó en la soledad del neón a que algo pasara, hasta que el volumen de la música descendió drásticamente y una voz anunció a la encantadora Roxana. Unas luces se encendieron sobre el proscenio dejando ver la figura esbelta de una mujer de casi treinta y cinco años, el pelo azabache que José reconoció en seguida, unos senos bastante apretados en un sostén negro y un calzón con encajes que torneaba su cintura hacía la combinación perfecta con el tono de la piel, quemada a fuego lento. Roxana bailó frente a José haciendo miles de piruetas junto a un tubo metálico lleno de parafina, acercándose a él con cautela, rozando levemente su rostro con la punta de los dedos, excitando cada terminación nerviosa de José. El acto duró no más de quince minutos, finalizando con la remoción del sostén de Roxana siendo lanzado en el aire hacia José. La joven de las pecas se acercó a José para decirle que cerrarían y que debía retirarse. José salió y esperó apostado en la acera a que saliera Roxana, necesitaba algo, no estaba seguro de qué, algo como pedirle que se casara con él o fuera su musa para inspirar el trabajo que necesitaba realizar. Mientras esperaba imaginando lo ridícula que sería su solicitud para Roxana, una chispa del cigarro que había dejado encendido sobre el escritorio inició el siniestro que devoró con toda la habitación del fallecido no identificado aún por los bomberos municipales. La noticia se terminaba con un acercamiento al rostro del vocero de los bomberos, explicando que estos casos siempre se dan por un descuido, los jóvenes de ahora ya no prestan atención al mundo que los rodea y deciden huir hacia fantasías lejanas y números imaginarios.

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