domingo, 26 de octubre de 2008

Una Oportunidad

Hola -----, no sé si quizá haya dejado pasar mucho tiempo,
y tal vez no lo creas, pero pienso seguido en ti. Luego
de la amistad tan maravillosa que teníamos, paramos
en esto, como enemigos jurados por puro malentendido.
Esa noche, yo te vi con -----, y lo único que hice fue
contarle a -----, hasta ahí estuve involucrado en el
asunto, luego él le contó a -----, quien fue el que comenzó
un gran relajo, luego todo se volvió tan desproporcionado
en cosas que ya ninguno de los que estaba involucrado
originalmente tomó parte, eso de que -----, ----- y yo
llegamos con ----- a hablarle “cosas”, es pura mentira,
yo ni en cuenta, cómo le voy a ir a hablar pues, yo en
verdad espero que tú sepas que yo no soy así, nunca ha
sido mi intención lastimarte ni chingarte la vida, un día
----- me dice que deplano lo hice porque odio a -----,
imagínate hasta dónde fueron a parar las cosas, y de todo
esto, resulta que yo quedé como el cabrón que te quiso
joder la vida, y -----, créeme que no fue así, nada que ver,
ahora estamos en el mismo país tu y yo, pero como si no
existiéramos el uno para el otro, es terrible, en verdad
terrible porque sí te extraño mucho pues, platicar contigo,
contarte mis cosas, buscar tu apoyo, y mira, sí, yo nunca
debí decir nada, ahí radicó el error principal, nada hubiera
pasado y todo estaría como antes. Yo lo que trato de
expresarte es que si en algún momento te compliqué las
cosas, te pido disculpas, no quería que nada de eso pasara,
y espero algún día me des la oportunidad de hablarte de
nuevo, no sé lo que ha sido de tu vida, espero que todo te
esté yendo de maravilla, y ojalá te tomes la molestia de
leer esto. Aún te tengo bastante cariño, de verdad.



Atentamente

Juan Diego Oquendo





Guatemala, Guatemala 26 de octubre de 2008

martes, 14 de octubre de 2008

La luz es como el agua

[Cuento: Texto completo]

Gabriel García Márquez

En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos.

-De acuerdo -dijo el papá, lo compraremos cuando volvamos a Cartagena.

Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más decididos de lo que sus padres creían.

-No -dijeron a coro-. Nos hace falta ahora y aquí.

-Para empezar -dijo la madre-, aquí no hay más aguas navegables que la que sale de la ducha.

Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias había un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En cambio aquí en Madrid vivían apretados en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. Pero al final ni él ni ella pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de remos con su sextante y su brújula si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y se lo habían ganado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que era la más reacia a pagar deudas de juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo dorado en la línea de flotación.

-El bote está en el garaje -reveló el papá en el almuerzo-. El problema es que no hay cómo subirlo ni por el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más espacio disponible.

Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y lograron llevarlo hasta el cuarto de servicio.

-Felicitaciones -les dijo el papá ¿ahora qué?

-Ahora nada -dijeron los niños-. Lo único que queríamos era tener el bote en el cuarto, y ya está.

La noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se fueron al cine. Los niños, dueños y señores de la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron la bombilla encendida de una lámpara de la sala. Un chorro de luz dorada y fresca como el agua empezó a salir de la bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel llego a cuatro palmos. Entonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y navegaron a placer por entre las islas de la casa.

Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando participaba en un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos. Totó me preguntó cómo era que la luz se encendía con sólo apretar un botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.

-La luz es como el agua -le contesté: uno abre el grifo, y sale.

De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra firme. Meses después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas, tanques y escopetas de aire comprimido.

-Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve para nada -dijo el padre-. Pero está peor que quieran tener además equipos de buceo.

-¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer semestre? -dijo Joel.

-No -dijo la madre, asustada-. Ya no más.

El padre le reprochó su intransigencia.

-Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber -dijo ella-, pero por un capricho son capaces de ganarse hasta la silla del maestro.

Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían sido los últimos en los dos años anteriores, se ganaron en julio las dos gardenias de oro y el reconocimiento público del rector. Esa misma tarde, sin que hubieran vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su empaque original. De modo que el miércoles siguiente, mientras los padres veían El último tango en París, llenaron el apartamento hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los muebles y las camas, y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante años se habían perdido en la oscuridad.

En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la escuela, y les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron tan razonables, que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los compañeros de curso.

El papá, a solas con su mujer, estaba radiante.

-Es una prueba de madurez -dijo.

-Dios te oiga -dijo la madre.

El miércoles siguiente, mientras los padres veían La Batalla de Argel , la gente que pasó por la Castellana vio una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente dorado que iluminó la ciudad hasta el Guadarrama.

Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y encontraron la casa rebosada de luz hasta el techo. El sofá y los sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles, entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños usaban para bailar, flotaban al garete entre los peces de colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado, todavía encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida para niños.

Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los tanques, y Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz.


One more soul to the call



Enough...
With the light...
Tell me one...
More time...
My blood...
Your line...

Is this you, inside?

Death.
To the living...
The flame has no living heart.

In the order, of life, they know you there...
As you saw it, your plan, a real shot in the dark...

Came a little, too late...
It's over!

Calling, the children...
Conception, and dying...
Silent, but screaming!

Damage done to the flesh, what they said, in the name of the...
Damage done to the heart, is the start, of the end!
Damage done to my soul, and you know, it knows where my...
Damage done to my life, cursing loud, at the chaos!

You're here, you're gone...
It's not fair, I'm lost...
Your god, your fear...
Was it worth...
The price?

Pray. For the children!
You lost along the way.
Still remember, the names, and faces...
Cold. And abandoned.
They cry, their fate put in your hands.

When it's over, they come to haunt you...

Wasted... Confusion...
Deadly... Illusion...
Nightmare... Intrusion!

One more soul to the call, for all, in silence...
Comes two more souls to the call, for all, and in time!
Three more more souls to the call, they fall...
Unknowing that four more souls to the call, won't be all, and you know it!

Sacrifice...
Wasted life...
Destiny, redefined...
Someone, chooses you...
Lucky one, close your eyes, your family knows you're here!

Calling, the children...
Conception, and dying...
Silent, but screaming!

Damage done to the flesh, what they said, in the name of the...
Damage done to the heart, is the start, of the end!
Damage done to my soul, and you know, it knows where my...
Damage done to my life, cursing loud, at the chaos!

One more soul to the call, for all, in silence...
Comes two more souls to the call, for all, and in time!
Three more more souls to the call, they fall...
Unknowing that four more souls to the call, won't be all, and you know it!



sábado, 11 de octubre de 2008

The hedgehog's dilemma

–A mis esposas, en estas noches

de versos tristes.

I


En algún lugar cerca de aquí se escucha la narración de un partido sin razón de ser. Mario se acomoda en el mueble de la sala con las luces apagadas. Saca del bolsillo derecho del pantalón la cajetilla de cigarros y enciende uno. De pronto todo se llena de humo en la pieza y los niños ya dormidos no perciben el aroma tan peculiar. Mario quiere llorar y no puede mientras todo se torna confuso. Ligeramente los recuerdos comienzan a aflorar en su pensamiento, la idea de sus hijos es lo que más le aterra, aunque conoce la certeza de que alguien cuidará de ellos. La extraña, y se pregunta dónde estará ahora, despertará en los brazos de alguien más, o se encontrará como él, recostada en una sala silenciada de luz, sola y con ganas de llorar.
Alguien alguna vez le preguntó si realmente era feliz, claro que ella no respondió, se atragantó lentamente con el “no lo sé” y desvió la mirada. Odiaba tanto esas preguntas, no quería responder. Para entonces, cursaba el segundo año de medicina, perdida en los frascos de formol y cadáveres. Él daba clases de literatura alemana en la universidad. Como el destino maneja las cosas tan abruptamente, quiso que en la camioneta número catorce, el día veinticinco de agosto de mil novecientos ochenta y pico, él la viera subir en el Parque Central, a las seis de la mañana. A pesar de su habilidad para distraerse fácilmente, no logró remover la mirada de la joven de tez quemada a fuego lento, de ese pelo largo, lacio, azabache, de su compostura cansada, de la agitación del pecho por haber subido abruptamente las graditas de la camioneta. Al llegar a la universidad, él esperó a que ella bajara, para poder ver hacia donde iba. Luego de caminar unos centenares de metros, la joven entró en el edificio M-5. Él, agotado, encendió un cigarro y desanduvo lo caminado, hasta llegar al edificio S-2. Suspendió el curso de ese día, y regresó a su casa. Acostado en su cama, rodeado de libros y un desorden digno del Big-Bang. Debieron pasar muchísimos días de anticipada elección de buses y horarios para verla de nuevo. Ese día llevaba su filipina celeste y unos tenis blancos, el cabello más largo y atado por un moño que se perdía en la negrura. Él, de haber imaginado tantos encuentros posibles y en las diversas situaciones, tenía medidos hasta los gestos. Por la gracia divina, no habían espacios en la camioneta, así que él se paró, se apretujó contra algunas personas y le ofreció el asiento a Isabel. Ella lo negó con un gracias inaudible y mantuvo su posición, a lo que Mario volteó, alguien más había tomado el lugar, así que decidió quedarse parado junto a ella. En todo el viaje, Mario se dejaba extasiar por los roces que la turbulencia de la pésima conducción causaba con los muslos de Isabel. Podía respirar el aroma de su cabello, una esencia de higos y miel. Llegaron a la universidad por segunda vez, a lo que él bajó tras ella nuevamente. Esta vez ella aminoró la marcha, dejándose seguir por él. Al llegar al edificio de ella, Isabel se giró sobre sí misma rápidamente, atajando el paso de Mario con la mirada.
-¿Cuánto más le tomará hablarme licenciado?- dijo ella con una fuerza sorprendente.
Mario, desconcertado, atinó a balbucear algunas cosas ininteligibles.
-No me vea de esa manera, tenga, esa es mi dirección- y le entregó un papel varías veces doblado, y entró al edificio, dejando a Mario en la entrada, completamente solo.

II


La casa era una construcción de dos pisos con un techo a dos aguas, y un pequeño balcón que daba frente al Parque Concordia, sobre la catorce calle. Pocos postes alumbraban la noche, y el sereno cubría absolutamente todo. Una niña abrió la puerta de madera tras los repiques del timbre. Estaba en paños menores, (quizá no era tan niña, una adolescente con un cuerpo pequeño) y vio con mucho cuidado al hombre entacuchado frente a ella. Cerró la puerta sin ninguna advertencia más que con un guiño. Luego de dos cigarros y algunas campanadas de la iglesia de Belén, Isabel salió vestida con una falda alargada, una blusa de tirantes muy escotada, y una bufanda al cuello. Ya en el carro, le preguntó si ella sabía quién era él.
-Sí, usted es catedrático en la universidad. Lo he visto varias veces.
-Por qué me dio su dirección, ¿acaso sabía que iba a venir?
-No, no lo sabía.
En el bar de Granada, se sentaron en una mesa junto a la tercer ventana de izquierda a derecha visto desde fuera. Varias fotografías colgaban de las paredes, mostrando una capital de terracería y hombres de levita, no el sumidero visceral que es ahora. Ella pidió una chibola y él un whisky con agua. Las velas en los rincones del bar, más la de la mesa, mostraba todos los perfiles del rostro de Isabel.
-Estudia medicina, ¿no?
-Sí.
-¿Por qué algo tan difícil?
-Fue por cuestión del azar, una confusión en la papelería, como quiera llamarlo.
-Es usted muy tosca, perdón que lo diga.
-Y usted muy perspicaz, perdón que lo diga.
-¿Le gusta leer?
-Sólo grandes biblias, todo lo demás es espantoso, novelas, dramas, obras. La Biblia es la condensación del mito del hombre. Fantásticamente estúpido.
-Aunque usted ti- Mario fue interrumpido.
-Vámonos, vámonos, por favor vámonos.
-Pero, ¿a dónde?
-¡Vámonos!

El carro atravesaba el oscuro camino en la carretera. Los kilómetros brillaban bajo los faros del carro periódicamente. El frío y la niebla marcaban la altura que iban adquiriendo conforme avanzaban.
-¿Sabe usted bailar?
-No, nunca he podido, soy peor que un madero.
-Deténgase aquí, sí, ahí.
Entraron a un rancho iluminado sobre Tecpán donde una marimba amenizaba con notas cálidas la temperatura. Isabel se quitó la bufanda y con ella llevó a Mario hacia la pista de baile llena de ancianos. Sonaba remembranza mientras Isabel se movía con una naturalidad sorprendente, obligando a Mario a asimilar sus movimientos.

Comenzaba a salir el Sol cuando Mario se reacomodaba en la cama junto al cuerpo desnudo de Isabel.

III

­­­­­-Otra vez, ¿verdad?

-Por favor, Mario, no comience de nuevo.

-¡Pero por dónde pretende que comience entonces!

-¿Sabe qué? Si va a andar con esas mierdas, mejor me largo y le juro que no regreso.

-Entonces váyase, pero no pretenda que va a regresar.

La puerta del apartamento produjo un gran estruendo que despertó a Sofía. La niña, de apenas ocho meses de edad, lloraba con fuerza, perforando el enojo de Mario hasta quitarle el ensimismamiento. Se paró del sillón de la sala, caminó hasta la habitación, y cargó en sus brazos a la niña, arrullándola para sumirla en un profundo sueño. Se sentó en la mecedora heredada de su abuela, y le narró un cuento de unos niños y la semejanza entre el agua y la luz. Al cabo de media hora, Sofía dormía plácida en la cuna. Mario tenía la certeza de que Isabel regresaría, siempre lo hacía. Creía que su instinto de madre no la dejaría irse dejando a la niña con él.

-Hey, ¿se han peleado de nuevo?

-¿Por qué preguntas?

-Vi salir a Isabel hacia la calle y tomar una camioneta, llevaba paso decidido.

-¿En serio?

La mirada etérea de Julia había cambiado completamente desde que Mario la vio por primera vez bajo el quicio de la puerta aquella noche. Le encargó que cuidara a la niña y salió a la calle. El Sol de las tres de la tarde le quemaba el cráneo mientras caminaba hacia la avenida Helena. Hizo una parada en una tienda cerca del Santuario de Guadalupe para comprar cigarrillos. Encendió uno luego de tres fosforazos fallidos por el aire que soplaba sobre la octava calle por el este. Tomó una camioneta hacia San Cristobal, en la que dos payasos montaban un acto para entretenimiento de los pasajeros. Un niño de rostro maquillado pasaba por el pasillo extendiendo una gorrita de lana solicitando dinero. A pesar de que a Mario no le fascinaba el teatro, ni conocía mucho al respecto, creyó que la escena era maravillosa, y dio treinta quetzales al niño. El resto del recorrido fue pensando en el desperdicio de ese talento, dedicado a los buses y no a las salas te teatro ocupadas sólo por huitecos y burlas.

En la entrada un guardia de seguridad atendió a Mario, preguntándole qué era lo que necesitaba.

-Sólo vengo a dejar flores a uno de mis muertos.

De hecho, llevaba un ramo de agapantos morados en la mano izquierda. El guardia agitó la cabeza en señal de aprobación y permitió a Mario entrar moviendo las rejas completamente oxidadas.

-Debe apresurarse, cerramos a las seis en punto.

-Claro.

Caminó entre arboledas con el Sol cayendo a su espalda. Las nubes bajaban lentamente creando la sensación de una densa neblina. El aroma del pasto reverdecido por las lluvias de invierno inundaba los pulmones. Cada paso lo hundía hacia el centro de la Tierra, los zapatos se le llenaban de plomo, los ojos lloraban demasiado. El frío era insoportable.

-Más, creo que hará falta… ffffff, sssshhhh…

Mario se detiene abruptamente frente a un mausoleo de dos metros de altura, con una fachada de columnas dóricas con fustes y capiteles jónicos desgastados por el paso del tiempo. Algunos vitrales rotos que alguna vez enseñaban imágenes de querubines y serafines se sostenían en los marcos. Una puerta de herrumbre llevaba inscritos fragmentos de algún poema de majestuosas montañas. Con un ligero empujón, la puerta cedió rápidamente. Un corredor largo se formaba bajo los rayos del último Sol. Candelabros colgaban del arco romano prolongado en el pasillo, losas de mármol sueltas resonaban bajo las pisadas de Mario. Al final del pasillo se desdibujaba una sombra recostada contra un nicho. Isabel sollozaba con todo su cabello sobre los brazos cruzados que sostenían la cabeza. Mario se acercó lentamente y se sentó junto a ella. Pasó su brazo por encima de la espalda encorvada y estrujó con fuerza el cuerpo de Isabel.

-Aquí traigo flores, colóquelas.

-No se le olvida que los agapantos eran sus favoritos.

-Sí, nunca se me borró.

-Lo siento Mario, pero sabe que no puedo seguir con esto. Lo supo desde el instante en el bar Granada.

-¿Y Sofía, qué será de ella?

-Yo sé que usted cuidará de ella, además, siempre está Julia.

-Pero, y nosotros, ¿se irá para siempre?

-No lo sé Mario.

-¿Usted me ama?

-Odio que pregunte esas cosas, no lo haga.

-Pero, tiene que amarme, tiene que hacerlo.

-Yo a usted no le debo nada.

-Y yo le debo el mundo entero.

-Adiós Mario.


*****

No puede ser, no puedo creerlo. Esto, esto es imposible. No puede estar muerta. Ella me prometió que nunca me abandonaría, que siempre estaría a mi lado. Yo la amo, la amo más que a nada en el mundo. Y ahora esto. Esta carta, confusa, no la entiendo. Dónde estás, dónde estás. La vida no puede ser esto, yo debí morir, sí, seguramente también estoy muerto, sólo que ella está en el cielo y yo en el infierno, sí, así es, así es. Qué difícil, no puedo creer que deba ir hasta el cielo para encontrarla de nuevo, pero le prometí que iría por ella hasta donde estuviera, no importa. Sí, debo alistarme…


*****

-Buenos días doctor.

-Buenos días Samuel, ¿cómo estuvo el turno?

-Nada fuera de lo común, todo en orden.

-Qué bueno escuchar eso, así se debe comenzar un día. ¿Ya le dijeron sobre el nuevo paciente?

-Ah, sí. Dicen que inventa su suicidio todos los días y lo recita de una manera muy atrayente. Ayer preparaba cianuro de oro, creo que lo leyó en una novela.

-¿Eso dicen? No he tenido la oportunidad de escucharlo.

-Descuide doctor, hemos grabado el último “suicidio”. Puede escucharlos si desea.

-Claro que sí, quizá logremos descubrir lo que lo hizo enloquecer. Nunca antes había visto un caso como este.

-Aquí sobran doctor, usted que aún es joven y extranjero, deberá volverse Dios o loco para asimilar nuestro estilo de vida.

-Es usted un bromista Samuel.

-Claro que si, claro que si…