martes, 30 de septiembre de 2008

El Rosario

La calurosa tarde de finales de mayo de 19… un carro negro, de la funeraria L., se dirige hacia el cementerio municipal del departamento, hacia la cabecera, donde aguardan seis figuras vestidas todas de negro, un agujero cavado con desdén, y unas sillitas desperdigadas por la grama, todo bajo la mirada de perversos cuervos entacuchados. El carro aparca a pocos metros de la escena anterior, dos hombres robustos bajan del vehículo, ellos de negro también. Abren la portezuela trasera del vehículo, meten medio cuerpo, y lentamente comienzan a sacar un ataúd de madera frágil y delgada. Los hombres llevan sin ningún esbozo de dificultad el ataúd hasta las seis personas, lanzándolo al suelo con serenidad. Un sacerdote aparece de pronto, como invocado por la Gracia Divina. Abre un pequeño libro negro, la biblia suponen los presentes, que ya son ocho con los conductores de la carroza fúnebre. Comienza a leer en voz alta algunos versículos…

Mi madre solía dejarme sola por muchas horas al día, claro que yo, a mis nueve años, no comprendía nada, únicamente sabía que debía cuidar a mis demás hermanos, cuidar que comieran, comprar las verduras (ejotes, papas, tomates) en el mercado, y si había sido una buena semana, quizá compraba algo de carne. Lo más triste de todo esto, no era nuestro estado anímico, ni las lombrices que defecábamos constantemente, sino que nuestra madre, mi madre, regresaba a deshoras de la madrugada, con el pelo revuelto, ropas rasgadas, moretes, y alguna que otra vez, con heridas de filosas cuchillas que la doblegaban. Sí, mi madre era una prostituta, una sexo servidora, una pecadora, y millares de nombres más; pero para nosotros, sus hijos, nuestra madre era una mártir, era un ángel caído del cielo que dejaba que demonios comieran sus alas para protegernos. El oficio de prostituta es duro, en verdad es duro, es un arriesgar diario. Hoy acompaño a mi madre en su tumba, fría, pequeña, hostil, como todo ahora. Ella falleció por una infección de transmisión sexual, claro que el doctor sólo dijo eso, y que no había cura por supuesto. “Déjenla descansar, no queda más. No se preocupen por los gastos, su madre fue muy buena conmigo”. Sí, mi madre, que llegaba con olor a machos montunos todas las noches, mi madre que tenía dificultades de espalda y esas cosas por tanto trabajar, por mantener a sus pobres hijos al borde de la vida, porque de no ser por ella, estaríamos muertos, de no ser por ella, nuestro segundo padrastro seguiría acostándose en mi cama por las noches… Apenas logro tragar la saliva que me produce nausea. Mi madre, esa mujer que tanto quise y admiré nos ha abandonado, yo ya tengo mis hijos también, pero ellos no saben toda esta historia, la historia de mi madre y la lucha por sus hijos. Yo también soy prostituta, debo soportar el dolor diario de venderme al mejor comprador, de abrir mis piernas, de incitar a los clientes para que sigan consumiendo, gastando, babeando con el elixir de mi cuerpo, menos bello que el de mi madre por supuesto. Todos me conocen ya, me llaman “La Nena”, en alusión a mi primera llegada al prostíbulo, yo de catorce años, mi madre enseñándome a ganar el pan de cada día. Desde entonces comprendí que sería como mi madre, que debía entregarle mi cuerpo y alma a esos infelices borrachos de grandes cuentas bancarias, hijos de ricos en fin. Recuerdo los consejos de mi madre, la manera de ver al cliente, siempre el contacto visual, las caricias debidas, las palabras bien colocadas, maneras de embelesar a los más idiotas. La segunda vez que estuve con un hombre, fue con un joven de la capital, veinte años a lo sumo, que entró solo al prostíbulo con rostro de perdido. Sentado en la barra no aparentaba su verdadera estatura. Pidió una cerveza y con un ligero movimiento de cabeza, logró vernos a todas. Regresó pensativo a la cerveza; yo no podía dejar de verlo, algo había en ese hombre/niño que me cautivaba. Me acerqué y con la delicadeza, le dije si no gustaba de mi compañía, él, nervioso, me miró a los ojos y me perforó completamente. Silencio, no decía nada, se limitaba a ver mis nalgas rozar su entrepierna, yo, extasiada, podía ver cómo se le subían los colores al rostro, como su sexo se inflamaba y él dejaba que yo lo supiera. Sin prisas, se dejó arrastrar por mí hasta una de las mugrientas habitaciones, lo tendí en el catre, y comencé a desvestirme lentamente, con placer, sintiendo cada prenda deslizarse por mi piel, cada poro haciéndose existir en mí. Él parecía no comprender lo que pasaba, yo completamente desnuda, con mis senos firmes desafiándolo, desabrochaba su pantalón, introducía la mano y buscaba el miembro, lo apretaba, lo acariciaba, y él sólo se limitaba a respirar con agitación. Luego, como rompiendo el automatismo, cobró una fuerza tremenda en los brazos, me tomó y con toda su fuerza me hizo suya, me hizo el amor de tal forma que acabé antes que el, yo dejándome usar para el, esperando que eyaculara dentro de mí. Acabó el acto, dejó varios billetes en una mesita de noche junto al catre, y salió. Desde ese momento, comprendí mi trabajo. Llevo once años en el oficio, no he salido de este lugar nunca, sólo me sé viva porque los clientes me ven, me lanzan billetes, me escupen semen, me insultan. No sé cuándo acabará esto, creo que me contagiaré y moriré como mi madre, sola, desterrada, infeliz, vendida, rebajada y al final, regalada. Mi madre, sí mi madre… Sólo me quedan estas cicatrices del oficio y el temor de que mis hijos sigan el mismo camino. EN EL NOMBRE DEL PADRE, DEL HIJO Y DEL ESPÍRITU SANTO. AMÉN.

…todo ha terminado, el sacerdote asegura que ella está en el cielo; todos piensan que de seguro, que peor infierno que el que esa mujer vivió, imposible. Los presentes se retiran y una de las personas lanza un rosario hacia el ataúd mientras comienza a descender lentamente por el agujero, el Sol cae al mismo paso, hasta dejar un resplandor violáceo en el cielo.

lunes, 15 de septiembre de 2008

Jesus Christ is in Heaven now


Los cañonazos del día de la Independencia me levantan del catre para recibir sobre el rostro las últimas hebras del Sol, sé que hoy termina el plazo para mi sentencia, y la silla me espera al final del angosto pasillo repleto de cientos de criminales que esperan nunca salir para seguir mandando en el país de las maravillas. Los guardias de turno abren la reja para colocarme las esposas, cadenas y demás instrumentos requeridos para la ocasión, a la que no faltará el sacerdote católico y su reino de querubines, en que verán la “justicia” que tanto claman para el pueblo. Recibo gritos e improperios de los demás pedófilos, asesinos, violadores, secuestradores y toda clase de hijo de puta en este mundo. Sólo logro escuchar las cadenas que rayan el suelo de cemento mientras doy los pasos con la cohorte de seguridad como Santo Entierro, y no evito pensar en lo triste que me encuentro al saber que pude ser más, mucho más que este saco de mierda que ahora respira, ya no respira, respira, ya no respira. Termina la caminata y el silencio se genera como la luz de un bombillo, miles de escalofríos recorren a todos a gran velocidad al comprender que en verdad matarán a uno de los suyos, de los nuestros, de todos. Los guardias abren unas puertas de casi medio metro de espesor para dejarme pasar, donde me entregan a los oficiales del presidio para luego seguir por el laberinto de almas, el séptimo círculo del infierno hacia la sala de ejecución. Los oficiales me preguntan si me arrepiento, a lo que yo respondo ­­que me arrepiento de sentirme tan triste en estos momentos, pero que ya pasará, ya acabará. -¿Por qué Ulises?, dinos por qué. -Vaya Dios a saber, deseo, placer, euforia, locura, el color de la Luna, tantas cosas… -En verdad que andás loco, ¿no?, pero no te preocupés maldito, te vamos a freír y darte de comer a los perros, porque eso sos cerote, mierda de perros. Callo ante los delirios verbales del oficial a mi izquierda y permito que imagine el aroma de mi carne chamuscada bajo los fierros de la silla. Me meten a un cuartito sin ventanas y de un solo foco, donde me quitan las esposas, y en el que me permiten cambiarme de ropa y usar la que ese día llevaba encima, y lo hago con tal cuidado, desdoblo la camisa y el pantalón para ponérmelos como si fueran el Sudario de Cristo, ensangrentados aún por las heridas. Salgo refrescado por el olor de la sangre seca en mis vestiduras, me colocan las esposas, sin antes darme una patada en el vientre y golpearme la cabeza con sus bastones, hasta dejarme en el suelo. Caminamos nuevamente y entramos en una especie de proscenio protegido por una reja, seguramente electrificada para acrecentar la ironía del público “protegido” detrás de ella. Los oficiales me dejan parado entre la silla y la reja, esperando a que el juez lea la sentencia. Menciona mi nombre y apellidos, que yo había olvidado en todo este tiempo, y enumera mis víctimas mortales. Qué triste continúo en todo este acto protocolario tan ridículo, háganlo ya. El sacerdote comienza a dar los oficios y los oficiales entran nuevamente en escena y me sientan en mi trono, reluciente, áspero y frío, justo como lo imaginaba; amarran mis muñecas y tobillos, colocan el casco de metal sobre mi cráneo, y esto me hace recordar el momento, el día, el placer inmenso que tuve al matarlos a todos, tan lentamente y con fuerza, un acto digno de perfilar en el Kamasutra. Sí, la Luna, era el color de la Luna Os suplicamos perdonar todas sus culpas esa noche que regresaba de un insípido y estúpido día de trabajo, pretender la complacencia de convivir con demás personas, la situación más insoportable. Al llegar a mi casa, entré a la cocina a beber un poco de leche fría, a “despejarme” de lo trivial de la vida, cuando vislumbre por la ventana junto al refrigerador esa Luna tan hermosa, tan tentadora, tan sedienta, al igual que yo. Tomé O Padre Eterno, Os lo pedimos el cuchillo más grande y afilado de los gaveteros, y vi mi rostro reflejado en el metal pálido, estaba ansioso, sudoroso, disfrutando cada contacto, cada sombra, cada paso, escuchando la televisión encendida por mis hijos, el bostezar de mi esposa. Subí las gradas directamente a la sala donde se encontraban, al verme, todos hicieron un rostro de desconcierto, mas al ver el cuchillo, Jesucristo Nuestro Señor Vuestro muy amado Hijo mi mujer supo qué sucedía, se levanto de los sillones, a lo que yo respondí con un golpe certero a la quijada, que la tumbó en la alfombra, mis hijos aterrorizados comenzaban a llorar, rogándome que me detuviera, que dejara de clavar el cuchillo en su madre, pero no podía detenerme ahí, quería dejarla ver cómo que vive y reina con Vos y con el Espíritu Santo mataba a sus dos hijos, cómo de un tajo en el cuello la niña se desplomaba en el suelo y llenaba de sangre las paredes, cómo su hijo mayor corría, huía del hombre que no era su padre, lo tomé de la mano y le quebré el brazo en el forcejeo, al momento que le clavaba la punta del cuchillo en el ojo hasta penetrar completamente dejando el mango de fuera. Regresé con mi esposa, que aún jadeaba y acaricié su dorado pelo, sus pechos húmedos de sangre, ahora y siempre hasta que posé mis manos en su delgado cuello, y apreté con todas mis fuerzas, hasta deshacer la traquea y saber que había muerto. Amén. Estoy jadeando de felicidad, de gozo, el sacerdote con su palabra final me trajo de vuelta. Espero más emocionado que el resto del público presente, los oficiales se hacen señas entre sí, las luces del escenario tintinean, indicando que el flujo de energía se dirige hacia la silla, una mano baja un interruptor y me dirijo al infierno sonriendo.

El jardín de senderos que se bifurcan

A Victoria Ocampo


En la página 242 de la Historia de la Guerrra Europea de Lidell Hart, se lee que una ofensiva de trece divisiones británicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de artillería) contra la línea Serre-Montauban había sido planeada para el 24 de julio de 1916 y debió postergarse hasta la mañana del día 29. Las lluvias torrenciales (anota el capitán Lidell Hart) provocaron esa demora —nada significativa, por cierto. La siguiente declaración, dictada, releída y firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrático de inglés en la Hochschule de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso. Faltan las dos páginas iniciales.
“... y colgué el tubo. Inmediatamente después, reconocí la voz que había contestado en alemán. Era la del capitán Richard Madden. Madden, en el departamento de Viktor Runeberg, quería decir el fin de nuestros afanes y —pero eso parecía muy secundario, o debería parecérmelo— también de nuestras vidas. Quería decir que Runeberg había sido arrestado o asesinado[1]. Antes que declinara el sol de ese día, yo correría la misma suerte. Madden era implacable. Mejor dicho, estaba obligado a ser implacable. Irlandés a las órdenes de Inglaterra, hombre acusado de tibieza y tal vez de traición ¿cómo no iba a brazar y agradecer este milagroso favor: el descubirmiento, la captura, quizá la muerte de dos agentes del Imperio Alemán? Subí a mi cuarto; absurdamente cerré la puerta con llave y me tiré de espaldas en la estrecha cama de hierro. En la ventana estaban los tejados de siempre y el sol nublado de las seis. Me pareció increíble que es día sin premoniciones ni símbolos fuera el de mi muerte implacable. A pesar de mi padre muerto, a pesar de haber sido un niño en un simétrico jardín de Hai Feng ¿yo, ahora, iba a morir? Después reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente me pasa me pasa a mí... El casi intolerable recuerdo del rostro acaballado de Madden abolió esas divagaciones. En mitad de mi odio y de mi terror (ahora no me importa hablar de terror: ahora que he burlado a Richard Madden, ahora que mi gasrganta anhela la cuerda) pensé que ese guerrero tumultuoso y sin duda feliz no sospechaba que yo poseía el Secreto. El nombre del preciso lugar del nuevo parque de artillería británico sobre el Ancre.Un pájaro rayó el cielo gris y ciegamente lo traduje en un aeroplano y a ese aeroplano en mucho (en el cielo francés) aniquilando el parque de artillería con bombas verticales. Si mi boca, antes que la dehiciera un balazo, pudiera gritar ese nombre de modo que los oyeran en Alemania... Mi voz humana era muy pobre. ¿Cómo hacerla llegar al oído del Jefe? Al oído de aquel hombre enfermo y odioso, que no sabía de Runeberg y de mí sino que estábamos en Staffordshire y que en vano esperaba noticias nuestras en su árida oficina de Berlín, examinando infinitamente periódicos... Dije en voz alta: Debo huir. Me incorporé sin ruido, en una inútil perfección de silencio, como si Madden ya estuviera acechándome. Algo -tal vez la mera ostentación de probar que mis recursos eran nulos—me hizo revisar mis bolsillos. Encontré lo que sabía que iba a encontrar. El reloj norteamericano, la cadena de níquel y la moneda cuadrangular, el llavero con las comprometedoras llaves inútiles del departamento de Runeberg, la libreta, un carta que resolví destruir inmediatamente (y que no destruí), el falso pasaporte, una corona, dos chelines y unos peniques, el lápiz rojo-azul, el pañuelo, el revólver con una bala. Absurdamente lo empuñé y sopesé para darme valor. Vagamente pensé que un pistoletazo puede oírse muy lejos. En diez minutos mi plan estaba maduro. La guía telefónica me dio el nombre de la única persona capaz de transmitir la noticia: viviía n un suburbio de Fenton, a menos de media hora de tren.
Soy un hombre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a término un plan que nadie no calificará de arriesgado. Yo sé que fue terrible su ejecución. No lo hice por Alemania, no. Nada me importa un país bárbaro, que me ha obligado a la abyección de ser un espía. Además, yo sé de un hombre de Inglaterra —un hombre modesto— que para mí no es menos que Goethe. Arriba de una hora no hablé con él, pero durante una hora fue Goethe... Lo hice, porque yosentía que el Jefe tenía en poco a los de mi raza -a los innumerables antepasados que confluyen en mí. Yo quería probarle que un amarillo podía salvar a sus ejércitos. Además, yo debía huir del capitán. Sus manos y su voz podían golpear en cualquier momento a mi puerta. Me vestí sin ruido, me dije adiós en el espejo, bajé, escudriñé la calle tranquila y salí. La estación no distaba mucho de casa, pero juzgué preferible tomar un coche. Argüí que así corría menos peligro de ser reconocido; el hecho es que en la calle desierta me sentía visible y vulnerable, infinitamente. Recurdo que le dije al cochero que se detuviera un poco antes de la entrada central. Bajé con lentitud voluntaria y casi penosa; iba a la aldea de Ashgove, pero saqué un pasaje para una estación más lejana. El tren salía dentro de muy pocos minutos, a las ocho y cincuenta. Me apresuré: el próximo saldría a las nueve y media. No había casi nadie en el andén. Recorrí los coches: recuerdo a unos labradores, una enlutada, un joven que leía con fervor los Anales de Tácito, un sodado herido y feliz. Los coches arrancaron al fin. Un hombre que reconocí corrió en vano hasta el límite del andén. Era el capitán Richard Madden. Aniquilado, trémulo, me encogí en la otra punta del sillón, lejos del temido cristal.
De esa aniquilación pasé a una felicidad casi abyecta. Me dije que estaba empeñado mi duelo y que yo había ganado el primer asalto, al burlar, siquiera por cuarenta minutos, siquiera por un favor del azar, el ataque de mi adversario. Argüi que no era mínima, ya que sin esa diferencia preciosa que el horario de trenes me deparaba, yo estaría en la cárcel, o muerto. Argüí (no menos sofísticamente) que mi felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz de llevar a buen término la aventura. De esa debilidad saqué fuerzas que no me abandonaron. Preveo que el hombre se resignarña cada día a empresas más atroces; pronto no habrá sino guerreros y bandoleros; les doy este consejo: El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado. Así procedí yo, mentras mis ojos de hombre ya muerto registraban la fluencia de aquel día que era tal vez el último, y la difusión de la noche. El tren corría con dulzura, entre fresnos. Se detuvo, casi en medio del campo. Nadie gritó el nombre de la estación. ¿Ashgrove? les pregunté a unos chicos en el andén. Ashgrove, contestaron. Bajé.
Una lámpara ilustraba el andén, pero las caras de los niños quedaban en la zona de la sombra. Uno me interrogó: ¿Usted va a casa del doctor Stephen Albert?. Sin aguardar contestación, otro dijo: La case queda lejos de aquí, pero usted no se perderá si toma ese camino a la izquierda y en cada encrucijada del camino dobla a la izquierda. Les arrojé una moneda (la última), bajé unos escalones de piedra y entré en el solitario camino. Éste, lentamente, bajaba. Era de tierra elemental, arriba se confundían las ramas, la luna baja y circular parecía acompañarme. Por un instante, pensé que Richard Madden había penetrado de algún modo mi desesperado propósito. Muy pronto comprendí que eeso era imposible. El consejo de siempre doblar a la izquierda me recordó que tal era el procedimiento común para descubrir el patio central de ciertos laberintos. Algo entiendo de laberintos: no en vano soy bisnieto de aquel Ts'ui Pên, que fue gobernador de Yunnan y que renunció al poder temporal para escribir una novela que fuera todavía más populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto en el que se perdieran todos los hombres. Trece años dedicó a esas heterogéneas fatigas, pero la mano de un forastero lo asesinó y su novela era insensata y nadie encontró el laberinto. Bajo árboles ingleses medité en ese laberinto perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña, lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos... Pensé en un laberintode laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes , olvidé mi destino de perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí; asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era íntima, infinita.El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia. Pensé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un país: no de luciérnagas, palabras, jardines,cursos de agua, ponientes. Llegué, así, a un alto portín herrumbrado. Entre las rejas descifré una alameda y una especie de pabellón. Comprendí, de pronto, dos cosas, la primera trivial, la segunda casi increíble: la música venía del pabellón, la música era china. Por eso, yo la había aceptado con plenitud, sin prestarle atención. No recuerdo si había una campana o un timbre o si llamé golpeando las manos. El chisporroteo de la música prosiguió.
Pero del fondo de la íntima casa un farol se acercaba: un farol que rayaban y a ratos anulaban los troncos, un farol de papel, que tenía la forma de los tambores y el color de la luna. Lo traía un hombre alto. No vi su rostro, porque me cegaba la luz. Abrió el portón y dijo lentamente en mi idioma:
—Veo que el piadoso Hsi P'êng se empeña en corregir mi soledad. ¿Usted sin duda querrá ver el jardín?
Reconocí el nombre de uno e nuestros cónsules y repetí desconcertado:
—¿El jardín?
—El jardín de los senderos que se bifurcan-
Algo se agitó en mi recuerdo y pronuncié con incomprensible seguridad:
—El jardín e mi antepasado Ts'ui Pên.
—¿Su antepasado? ¿Su ilustre antepasado? Adelante.
El húmedo sendero zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos a una biblioteca de libros orientales y occidentales. Reconocí, encuadernados en seda amarilla, algunos tomos manuscritos de la Enciclopedia Perdida que dirigió el Tercer Emperador e la Dinastía Luminosa y que no se dio nunca a la imprenta. El disco del gramófono giraba junto a un fénix de bronce. Recuerdo también un jarrón de la familia rosa y otro, anterior de muchos siglos, de ese color azul que nuestros antepasados copiaron de los alfareros de Persia...
Stephen Albert me observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy alto, de rasgos afilados, de ojos grises y barba gris. Algo de sacerdote había en él y también de marino; después me refirió que había sido misionero en Tientsin “antes de aspirar a sinólogo”.
Nos sentamos; yo en un largo y bajo diván; él de espaldas a la ventana y a un alto reloj circular. Computé que antes de una hora no llegaría mi perseguidor, Richard Madden. Mi determinación irrevocable podía esperar.
—Asombroso destino el de Ts'ui Pên —dijo Stephen Albert—. Gobernador de us provincia natal, docto en astronomía, en astrología y enm la interpretación infatigable de los libros canónicos, ajedrecista, famoso poeta y calígrafo: todo lo abandonó para componer un libro y un laberinto. Renunció a los placeres de la opresión, de la justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y aun de la erudición y se enclaustró durante trece años en el Pabellón de la Límpida Soledad. A su muerte, los herederos no encontraron sino manuscritos caóticos. La familia, como acaso no ignora, quiso adjudicarlos al fuego; pero su albacea —un monje taoísta o budista— insistió en la publicación.
—Los de la sangre de Ts'ui Pên -repliqué— seguimos execrando a ese moje. Esa publicación fue insensata. El libro es un acervo indeciso de borradores contradictorio. Lo he examinado alguna vez: en el tercer capítulo muere el héroe, en el cuarto está vivo. En cuanto a la otra empresa de Ts'ui Pên, a su Laberinto...
—Aquí está el Laberinto -dijo indicándome un alto escritorio laqueado.
—¡Un laberinto de marfil! -exclamé-. Un laberinto mínimo...
—Un laberinto de símbolos -corrigió-. Un invisible laberinto de tiempo. A mí, bárbaro inglés, me ha sido deparado revelar ese misterio diáfano. Al cabo de más de cien años, los pormenores son irrecuperables, pero no es difícil conjeturar lo que sucedió. Ts'ui Pên diría una vez: Me retiro a escribir un libro. Y otra: Me retiro a construir un laberinto. Todos imaginaron dos obras; nadie pensó que libro y laberinto eran un solo objeto. El Pabellón de la Límpida Soledad se erguía en el centro de un jardín tal vez intrincado; el hecho puede haber sugerido a los hombres un laberinto físico. Ts'ui Pên murió; nadie, en las dilatadas tierras que fueron suyas, dio con el laberinto. Dos circunstancias me dieron la recta solución del problema. Una: la curiosa leyenda de que Ts'ui Pên se había propuesto un laberinto que fuera estrictamente infinito. Otra: un fragmento de una carta que descubrí.
Albert se levantó. Me dio, por unos instantes, la espalda; abrió un cajón del áureo y renegrido escritorio. Volvió con un papel antes carmesí; ahora rosado y tenue y cuadriculado. Era justo el renombre caligráfico de Ts'ui Pên. Leí con incomprensión y fervor estas palabras que con minucioso pincel redactó un hombre de mi sangre: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Devolví en silencio la hoja. Albert prosiguió:
—Antes de exhumar esta carta, yo me había preguntado de qué manera un libro puede ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un volumen cíclico, circular. Un volumen cuya última página fuera idéntica a la primera, con posibilidad de continuar indefinidamente. Recordé también esa noche que está en el centro de Las 1001 Noches, cuando la reina Shahrazad (por una mágica distracción del copista) se pone a referir textualmente la historia de Las 1001 Noches, con riesgo de llegar otra vez a la noche en que la refiere, y así hasta lo infinito. Imaginé también una obra platónica, hereditaria, transmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo agregara un capítulo o corrigiera con piadoso cuidado la página de sus mayores. Esas conjeturas me distrajeron; pero ninguna me parecía corresponder, siquiera de un modo remoto, a los contradictorios capítulos de Tsúi Pên. En esa perplejidad, me remitieron de Oxford el manuscrito que usted ha examinado.Me detuve, como es natural, en la frase: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Casi en el acto comprendí; el jardín de los senderos que se bifurcan era la novela caótica; la frase varios porvenires (no a todos) me sugirió la imagen de la bifurcación en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra confirmó esa teoría. En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts'ui Pên, opta —simultáneamente— por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también, proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etcétera. En la obra de Ts'ui Pên, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones.Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen; por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. Si se resigna usted a mi pronunciación incurable, leeremos unas páginas.
Su rostro, en el vívido círculo de la lámpara, era sin duda el de un anciano, pero con algo inquebrantable y aun inmortal. Leyó con lenta precisión dos redacciones de un mismo capítulo épico. En la primera un ejército marcha hacia una batalla a través de una montaña desierta; el horror de las piedras y de la sombra le hace menospreciar la vida y logra con facilidad la victoria; en la segunda, el mismo ejército atraviesa un palacio en el que hay una fiesta; la resplandeciente batalla le parece una continuación de la fiesta y logran la victoria. Yo oía con decente veneración esas viejas ficciones, acaso menos admirables que el hecho de que las hubiera ideado mi sangre y de que un hombre de un imperio remoto me las restituyera, en el curso de un desesperada aventura, en una isla occidental. Recuerdo las palabras finales, repetidas en cada redacción como un mandamiento secreto: Así combatieron los héroes, tranquilo eñ admirable corazón, violenta la espada, resignados a matar y morir.
Desde ese instante, sentí a mi alrededor y en mi oscuro cuerpo una invisible, intangible pululación. No la pululación de los divergentes, paralelos y finalmente coalescentes ejércitos, sino una agitación más inaccesible, más íntima y que ellos de algún modo prefiguraban. Stephen Albert prosiguió:
— No creo que su ilustre antepasado jugara ociosamente a las variaciones. No juzgo verosímil que sacrificara trece años a la infinita ejecución de un experimento retórico. En su país, la novela es un género subalterno; en aquel tiempo era un género despreciable. Ts'ui Pên fue un novelista genial, preo también fue un hombre de letras que sin duda no se consideró un mero novelista. El testimonio de sus contemporáneos proclama —y harto lo confirma su vida— sus aficiones metafísicas, místicas. La controversia filosófica usurpa buena parte de su novela. Sé que de todos los problemas, ninguno lo inquietó y lo trabajó como el abismal problema del tiempo. Ahora bien, ése es el único problema que no figura en las páginas del Jatdín. Ni siquiera usa la palabra que quiere decir tiempo. ¿Cómo se explica usted esa voluntaria omisión?
Propuse varias soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos; al fin, Stephen Albert me dijo:
—En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez ¿cuál es la única palabra prohibida?
Refelxioné un momento y repuse:
—La palabra ajedrez.
—Precisamente -dijo Albert-, El jardín de los senderos que se bifurcan es una enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el espacio; esa causa recóndita le prohíbe la mención de su nombre. Omitir siempre una palabra, recurrir a metáforas ineptas y a perífrasis evidentes, es quizá el modo más enfático de indicarla. Es el modo tortuoso que prefirió, en cadda uno de los meandros de su infatigable novela, el oblicuo Ts'ui Pên. He confrontado centenares de manuscritos, he corregido los errores que la negligencia de los copistas ha introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he restablecido, he creído restablecer, el orden primordial, he traducido la obra entera: me consta que no emplea una sola vez la palabra tiempo. La explicación es obvia:El jardín de los senderos que se bifurcan es una imágen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía Ts'ui Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas la posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravezar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma.
—En todos —articulé no sin un temblor— yo agradezco y venero su recreación del jardín de Ts'ui Pên.
—No en todos -murmuró con una sonrisa-. El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo.
Volví a sentir esa pululación de que hablé. Me pareció que el húmedo jardín que rodeaba la casa estaba saturado hasta lo infinito de invisbles personas. Esas personas eran Albert y yo, secretos, atareados y multiformes en otras dimensiones de tiempo. Alcé los ojos y la tenue pesadilla se disipó. En el amarillo y negro jardín había un solo hombre; pero ese hombre era fuerte como una estatua, pero ese hombre avanzaba por el sendero y era el capitán Richard Madden.
—El porvenir ya existe —respondí—, pero yo soy su amigo. ¿Puedo examinar de nuevo la carta?
Albert se levantó. Alto, abrió el cajón del alto escritorio; me dio por un momento la espalda. Yo había preparado el revólver. Disparé con sumo cuidado: Albert se desplomó sin una queja, inmediatamente. Yo juro que su muerte fue instantánea: una fulminación.
Lo demás es irreal, insignificante. Madden irrumpió, me arrestó. He sido condenado a la horca. Abominablemente he vencido: he comunicado a Berlín el secreto nombre de la ciudad que deben atacar. Ayer la bombardearon; lo leí en los mismos periódicos que propusierona Inglaterra el enigma de que el sabio sinólogo Stephen Albert muriera asesinado por un desconocido, Yu Tsun. El Jefe ha descifrado ese enigma. Sabe que mi problema era indicar (a través del estrépito de la guerra) la ciudad que se llama Albert y que no hallé otro medio que matar a una persona con ese nombre. No sabe (nadie puede saber) mi innumerable contrición y cansancio.



[1] Hipótesis odiosa y estrafalaria. El espía prusiano Hans Rabener alias Viktor Runeberg agredió con una pistola automática al portador de la orde de arrestro, capitán Richard Madden. Éste, en defensa propia, le causó heridas que determinaron su muerte. (Nota del Editor.)


Jorge Luis Borges