I
…uno…dos…tres…cuatro…cinco…seis…siete…Casi lograba alcanzar la armonía entre los números de su mente y las ondulaciones del viejo péndulo de la sala. Siete, siete, siete, siete, siete, siete… hasta que una campanada rasgó el silencio denso que regía la atmósfera del café, haciendo que Sofía, con el pensamiento desperdigado en el eco de la campanada, colocara unos cuantos billetes por la cajetilla de cigarros y la infusión de manzana y canela que había ordenado, que irónicamente contrastaba por su desagrado al resto de tés en el mundo. Se levantó evitando la mirada de los demás clientes que se percataron que bajo ese cabello hirsuto se escondía un rostro hermoso que dominaba el resto de su lánguido cuerpo. Unos ojos avellanados enfrentándose a la fuerza inverosímil que cobraba el viento de noviembre en esta ciudad infernal, este Centro Histórico donde se podía escuchar el rugir de los intestinos del diablo mismo bajo el concreto de las calles y las casas, se dirigieron rápidamente a la parada de camionetas, comprobando que definitivamente, no hay horas pico aquí, sólo las horas de la madrugada, y el sobrante del día repleto de individuos discapacitados por vivir en la capital.
Nuevamente contando hasta siete, únicamente que ahora eran sus pasos, Sofía atravesaba el pequeño callejón oscuro hasta llegar al Palacio de la Cultura, donde pisaba siempre la placa del kilómetro cero, el ombligo de Satán pensaba ella, para luego dirigirse hacia el edificio que se extendía altísimo, quizá no tanto, para atrapar las pocas estrellas que titiritaban esa madrugada devastadora. Entró por el área de parqueo para tomar el ascensor hasta el undécimo piso. Mientras presionaba el botón con una flecha hacia arriba desdibujada por el uso, Sofía pensaba lo que debería hacer el día siguiente, en que su vida cambiaba por completo, y de qué manera guardaría estas últimas horas antes del sol de este vigésimo primer catorce de noviembre, cuando un sonido como gutural la despertó de su ensimismamiento, viendo al tiempo que se abría la puerta del ascensor un rostro joven, de nariz halagüeña, ojos profundos, gran complexión física, y claro, con una veintena de años menos que ella.
-Buenas noches –repitió él, haciendo una pequeña pausa en ambas eses.
-Noches, ¿usted vive aquí?
-Sí, acabo de mudarme. Por puro romanticismo, nada más.
-¿Romanticismo?
-Por ser el Centro, ya sabe, no hay nadie a quien no le guste.
Sofía rio por lo bajo, cuando recordó que no había presionado el botón para su piso. El elevador se detuvo con la luz roja que rodeaba el botón con un nueve en el panel. Fernando se despidió con un ligero ademán de la cabeza y salió. Las puertas del ascensor comenzaban a cerrarse…quizá debería invitarlo a subir a mi piso, pero, ¿y si dice que no? Además, ¿por qué habría de decir no? Sí, seguro que dirá que sí. Pero no lo conozco, ni siquiera sé su nombre, ¿cómo invitarlo a pasar, si no sé cómo dirigirme a él? Mierda, María Sofía, entonces para qué tanto alboroto. ¿Acaso no habías acordado ya que tu vida cambiaría?... Las puertas se cerraron y el elevador siguió subiendo, Sofía presionó a tiempo el botón, y salió a un pasillo rodeado de puertas de madera y una hilera de focos en el techo, algunos con intermitencias de luz y otros apagados. Caminó a través del pasillo hasta la quinta puerta a la derecha. Sacó del bolsillo una llave y abrió la puerta, entrando mientras estiraba el cuello para darle un último vistazo a las puertas del ascensor.
El apartamento se encontraba en un silencio sepulcral, hasta que el movimiento de un interruptor eliminó la oscuridad con chorros de luz, dejando ver un suelo de baldosas españolas barrocas, algunas pinturas colgadas en las paredes, dos sillones de terciopelo marrón y una mesa de centro con un florero lleno de agapantos morados, en fin, una sala de estar. Se quitó la gabardina negra lanzándola sobre uno de los sillones, luego la bufanda de metro ochenta de largo, los tenis blancos, el pantalón de lona, y la blusa celeste que llevaba bajo un suéter gris mientras avanzaba hasta el baño, encendiendo distintas luces del apartamento, dejándolo todo iluminado. Sofía se detuvo sobre el lavabo, y vio su rostro y medio torso en el espejo, mostrando sus hermosos senos de media libra cada uno, el inicio de pocas arrugas en el cuello, el cabello suelto azabache sobre sus hombros, y una mirada de desconsuelo ante la belleza que ella creía, había perdido con el tiempo. Regresó a su habitación donde se colocó un pants y una playera con el mapa de Guatemala en el frente y un quetzalito caricaturizado surcando Los Cuchumatanes, la expresión de ella más patriótica posible pensaba, y se recostó en la cama luego de haber apagado todas las luces. Con un suspiro cerró sus párpados y se dejó llevar por la imaginación y el sueño de tener otra vida, una vida distinta, un vida sin haberle conocido.
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