domingo, 31 de agosto de 2008

Una hebra azabache


Siempre tuve cierta fascinación por los números.
Ahora que me siento frente al ordenador y tiendo
a jugar con los minutos que la pantalla me lanza
discretamente para recordarme que los años han
pasado, que luego de medio siglo continúo aquí
sentado pensando en la soledad que me acompaña,
luego de que ella muriera en ese hospital aquella
noche de campanas. Desde entonces no me deja el
remordimiento de saber que fui el culpable de su
muerte, aún recuerdo cómo comenzó todo, cuando
meses antes de esa noche en el mismo hospital mi
hijo, nuestro hijo, nos saludó con sus ojos avellanados,
se dio la vuelta y se fue. El doctor me pidió que le
dijera a ella, una niña viviendo cosas que no debía,
que su hijo había muerto. Entré en la habitación y
al verme, ella lo supo, esa capacidad para adivinarme
en un santiamén. ¿Está muerto, verdad? me preguntó
ella al instante, no logré articular una sola palabra, y
ella comenzó a llorar, yo que le doblaba la edad
prácticamente, nunca la había visto derramar una
sola lágrima. Le preguntó a la enfermera si aún
podía obtener un mechón de su único hijo, pero la
respuesta fue negativa. Ella no logró salir de su
depresión, a pesar de que su familia y yo hacíamos
hasta lo imposible. Una noche, esa noche, para poder
dormir tomó una sobredosis de pastillas, lo cual la
hizo entrar en convulsiones, yo salí corriendo de esta
mugrienta oficina a su casa, su madre le sostenía la
cabeza y sus hermanas le colocaban toallas húmedas
para bajarle la fiebre, yo dije que debíamos llevarla
al hospital, pero su familia, arraigada y desconfiada
me dijo que no, que solo tenía calenturas. La arranque
del abrazo de su madre y la conduje hasta la emergencia
del mismo hospital, las paredes tenían una nueva capa
de pintura descascarándose. Dos robustos enfermeros
la tomaron como un trapo y la llevaron a una camilla
en los corredores, el hospital insuficiente para tanto
enfermo, tanto herido, tanta persona sobre la delgada
línea. Me dijeron que debía esperar afuera, en una
sala de espera improvisada junto a decenas de personas
con un dejo de angustia en el rostro. Pasaron nuevamente
los minutos, las horas. Ya me quedaba sin cigarros, cuando
una bata entró en la sala, se puso de puntillas, estiró el
cuello hasta donde pudo, y me localizó. Recuerdo tan bien
los pasos que daba, como si flotara en lugar de caminar,
con un aura de otro mundo. El verdugo, pensé yo. Y por
segunda vez, las mismas malditas palabras: Ha muerto.
Yo solamente le pregunté si me podían dar un mechón
de su azabache cabello, que claro, me fue negado. El
ordenador se esfuerza por hacer una voz y recordarme
la hora y el día. Veo que ya no tengo cigarros y decido
ir a comprar a la tienda de la esquina. Al salir, el aire me
golpea con toda su fuerza y debo abrazarme con fuerza
para mantener el calor que me queda. Con un paso seguro
ingreso en la oscuridad de la calle y me pregunto aún por
qué nunca darán los mechones de nuestros muertos.

2 comentarios:

José Roberto Leonardo dijo...

Diego, siendo un total shute, he aquí algunos comentarios: Está bueno, tiene un ritmo atrayente, de constante suspenso, ¿esto fue cierto? parece que sí por la intensidad que le ponés, pero no sé, igual cuando uno escribe, una de las intenciones es que parezca real, saludos y felicidades, seguile dando, que hay madera...

Dranye dijo...

Muy realista... eso fue lo primero que pensé al leerlo, nada más, un par de líneas. Entre lo real y lo ficticio es muy delgada la barra que los separa, y lo mejor es creerse aquella mentira escrita, aunque a veces es deprimente que sea al revés -que esa mentira escrita sea verdad-, siempre en el peor de los casos, claro está. Pero siguiendo el cuento, está lleno de melancolía, si se pudiera decir de ese modo. Una melancolía desbordante, por una agonía abrumante...

Es lo único que se me ocurre por ahora.

¡A huevos! Hay madera dice el de arriba.