lunes, 9 de junio de 2008

Acatenango, Agua y Fuego


La tierra es eso: la infancia, los ruidos,
los olores, el humo de la leña de la cocina,
la respiración casi canto de la molendera
arrodillada sobre la piedra, el rumor eterno,
familiar de la fuente, de los sanates entre la
gran bola roja del naranjo lleno de fruto, la
hermana menor que llora, el padre que trabaja
en el escritorio, la lección de piano y el temblor
de tierra que nos reúne a todos en el centro
del patio mientras oscilan enfrente los muros
de la catedral; la niña de nuestros sueños, la
lección no aprendida y la tarea no empezada,
el lápiz rojo y las estampillas de correo, la
caja de colores de Amatitlán, el gato, el perro
y el caballito, el barrilete, las primas, el hijito
de la sirvienta que comparte nuestros juegos,
el purgante y la cara dura del médico, el uniforme
de la escuela, el olor del café tostándose, de los
tamales de Nochebuena, un remordimiento,
la flor escondida entre el libro de gramática,
la muerte de la abuela, la cosecha de café, las
muchachas cortadoras de pies descalzos, anchos
y gordezuelos, con los canastos llenos de cerezas
de café, que pasaban junto a nosotros entre el
rumor de sus faldas encendidas, sonriendo al
“patroncito”, como muñecas de barro de Rabinal.

Guatemala: las líneas de su mano. Luis Cardoza y Aragón.

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