Entre la niebla de la mañana
aparece una figura recortada
por un muro de bloques grises
manchado de cráteres profundos
guardando centenares de últimos
deseos, gritos y proclamas.
La figura es ahora un hombre
que se encuentra en harapos,
por los cuales se ven todas las
laceraciones de un cuerpo torturado
hasta la saciedad. Tiene los ojos
vendados y su postura permite
saber que apenas logra estar parado.
Detrás de el se encuentran siete
soldados apuntando con sus rifles
al hombre del muro, sus rostros son
de autómatas listos para seguir
cualquier orden.
A la derecha de los tiradores, se
encuentra un hombre alto, delgado,
con miles de insignias revelando todos
los actos de heroísmo y valentía que
ha hecho. Sostiene su kepis bajo
la axila, la escuadra al cinto, unas
botas lustradas a la perfección y una
mirada cansada, de alcohólico.
Todos están listos, el prisionero,
los tiradores, y el oficial. Se escuchan
a lo lejos explosiones, estallidos y
carreras de la gente, hay vítores por todos
lados. El oficial y el prisionero comprenden
lo que sucede, al contrario de la maquinaria
de fusilamiento, que parece no comprender
nada de lo que sucede.
El oficial se coloca el kepis con fuerza,
camina hacia el muro y desata al
condenado, entregándole el arma y
colocándose frente al muro, mientras que
lo ata el otro. Ambos hombres se contemplan
con una sonrisa breve, amarga de aceptación.
La sonrisa les hermana. El condenado
levanta la mano y da la orden. Los fusiles
son disparados y hacen nuevos cráteres
en el muro. El cuerpo se desploma y mancha
la tierra con su sangre.
1 comentario:
Porque hay algo en todo esto que no encaja, y creo saberlo, pero aceptarlo sería lo peor de todo, porque bastaría para aniquilar los restos de mi. Ojalá esté equivocado.
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