domingo, 26 de abril de 2009

Marking Time, Waiting for Death

V




-Deshojando gotas, aunque ausente,

siempre en la lluvia presente.




Era uno de esos días en que costaba el despertarse, unas nubes grises aplanaban los edificios y el aire pesaba por todas partes. Sofía se acurrucó sobre la cama estrujando una almohada entre las piernas, forzando los párpados a mantenerse cerrados. Ya eran pasadas las ocho de la mañana y sabía que las visitas terminaban a las once, que tenía que levantarse, bañarse, desayunar algo y salir. Luego de todo el menjurje de obligaciones, salió al balcón que daba hacia el Parque Central, una bandera escueta del país ondeaba con serenidad, las palomas aún reposaban en la fachada de la Catedral, algunos carros transitaban en silencio, viejos se reunían sobre la plaza y los tabloides se vendían. Una ráfaga de aire golpeó su rostro y le erizó cuidadosamente los vellos de la nuca, encendió un cigarrillo y lo llevó a los labios, tratando de no respirar. Regresó al dormitorio, cogió un bolsón y bajó por el ascensor. En la calle todo era distinto, había movimiento, había ruido, había olores de tragante y desayuno, y todo indicaba que el mundo seguía sus revoluciones, sin detenerse, sin esquivar los minutos y las horas, y lanzó la colilla al asfalto. Sobre la calle del Portal subió hasta la esquina del Santuario de Guadalupe, niñas en faldas a cuadros cuchicheaban en la parada del autobús, una señora exprimía naranjas y el sumo rebotaba con el viento desapareciendo a pocos metros. Volteó hacia la avenida y observó que una larga fila de personas esperaba entrar al hospital. Llegó a trompicones al final de la cola, al momento que un hombre canado se agachaba para amarrar las cintas de sus zapatos. Media hora después una mujer rechoncha en tacones apretados registraba su bolsa, solicitaba su nombre, apellidos y número de cédula. Una puerta negrusca metálica se abría en dos para dejar pasar camillas y bomberos y policías, un hombre de estatura mediana se desangraba por completo en el trayecto hacia la sala de emergencias, gritos de gente y una turba de cámaras y reporteros cerraba el cortejo, las puertas regresaban a su posición original y el bullicio terminaba.


-¿A quién visita?

-A Casio Castillo-, dijo Sofía sintiendo un duro golpe en el cuello al escuchar la cacofonía del nombre.


Sofía entró a un pasillo de paredes verdeazuladas con sendas puertas a los lados. Mientras caminaba el aroma a suero, gasas y sangre se le colaba por la nariz, restregó la punta achatada con el índice y metió la mano en una de las bolsas del saco gris que cargaba. Encontró unas escaleras al final del corredor y comenzó a subir. La segunda planta se le figuró una escena dantesca al encontrar el reguero de camillas y pacientes moribundos. Caminando en ese río de muertos casi vivos, Sofía evitaba dirigirles la mirada, hasta que una mano le apretó con fuerza el brazo.


-¿María?-, articuló con pesadez un hombre de tez morena, manos arrugadas y de ojos perdidos. Sofía no logró reaccionar más que tratando de arrancar la mano del viejo de su brazo, pero este hizo más fuerza, obligándola a detenerse.

-Le ruego que me suelte, por favor-, dijo Sofía casi llorando.

El viejo la soltó y regresó el rostro hacia la pared. Ella se repuso con calma y le preguntó si necesitaba algo.

-Disculpe señorita, es que usted se parece a mi hija, María. Tengo casi doce años de no verla, y ahora que siento que la muerte duerme conmigo por las noches, la extraño. Aunque no sé cómo se vea, apostaría porque es una mujer como usted. O quizá siempre la he extrañado-. Sofía se apeó diciéndole que lo sentía, pero que necesitaba irse. Por un momento, ella quiso también, quedarse junto al viejo. Encontró otro juego de escaleras y subió al tercer piso. Aquí sintió cierta familiaridad, ancianos en sillas de ruedas o bastones se paseaban por una enorme sala con dos ventanas pequeñas y enrejadas que traslucían el gris del cielo. Sofía dio un largo respiro, y caminó hasta la habitación 1411.

Dentro, un ordenanza cambiaba las sábanas de la cama, recogía algunos papeles y giraba unas persianas.


-En un momento saldrá Casio, lo están bañando.

-Muchas gracias, lo espero aquí.


El hombre terminó de asear el cuarto y salió. Sobre una mesa de noche estaban unos libros apilados, que Sofía recordó alguna vez ser mencionados por Casio. Uno sobre la historia de amor de un hombre que había esperado no sé cuántos años a que su amor volviera con él era el que estaba hasta arriba, abierto de par en par, con miles de garabatos sobre sus hojas. Tomó el libro y se sentó en un sillón café algo raído a leer los apuntes de Casio. Entre la letra ilegible, ella reconoció las palabras de Casio, pero también había otra letra, algo redondeada y escrita como de lado, que nunca antes había visto. La agudeza del contraste entre ambas letras hizo sentir a Sofía otra historia dentro del libro, una que quizá no se terminó de escribir.


-Disculpa la tardanza, creí que vendrías luego de las diez-, sorprendió Casio a Sofía con una voz llena de autoridad. Su rostro tenía un brillo que ella no había visto en él hacía muchos años.

-Sí, decidí venir con algo de anticipación-, dijo Sofía, cerrando el libro y dejándolo sobre el sillón.- ¿Qué es tan “imprescindible” que te urge decírmelo?

-Es el último favor que te pediré en mi vida.

-¿Crees que podría hacerlo?

-Sí, no requiere mucho. Necesito que me mates.


Sofía creyó tragar algo de saliva.


-¿Que te mate?

-Sí, no quiero seguir viviendo así, estoy harto, y sólo confío en ti para hacerlo.

-Casio, yo no puedo, simplemente no puedo hacerlo.

-Hay mil formas, ni te preocupes. Es que antes de morir, quiero que me acompañes. Hay algo que no quiero perderme por nada. Dicen que dentro de unas semanas, una estrella cercana morirá y hará explosión, que es una vez en la vida el espectáculo. Y me gustaría que esa noche viéramos la muerte y que de paso me mates.

Sofía corrió de la habitación, del hospital, de todo, no podía pensar, sólo quería irse lo más lejos posible, no quería escuchar la voz de Casio otra vez, se juró mil veces que él estaba demente, que era un desgraciado por pedirle algo semejante. Cuando su cuerpo ya no pudo más, se detuvo, jadeando, tratando de respirar todo el aire posible. No se dio cuenta dónde estaba hasta que un bocinazo de carro la despabiló, se encontraba a la mitad del puente El Incienso. Se sentó en la pequeña acera y dirigió la mirada al vacío. Miles de casitas de bloc cubrían el vasto barranco, una niebla espesa dormitaba en el fondo. Sofía tragó salados lagrimones de sus mejillas. El cielo decidió reventar ese día cerca de las cinco de la tarde, una lluvia rápida y precisa caía sobre todo, y Sofía sentada se dejaba mojar, imaginando que en la lluvia alguien estaba presente, tan sólo recordándola.

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