domingo, 26 de abril de 2009

El jardín de las delicias


-Para la niña de las mariposas.


Calor más condenado el que hace, se repitió Tomás mientras caminaba con paso atortugado por la calle, los hombros prominentes, la tez morena tostada, cabello ondulado casi colocho y nevado, camisa a rayas celestes, vaqueros holgados y mirada reticente hacia el asfalto. Los carros pasaban con calma ese sábado, como si el calor tuviera la facultad para detener el tiempo, y el resto de la gente andaba con sus perros y lentes oscuros. En la entrada del parque Jocotenango unos ladrillos desgastados hacían de abriga sombra para un puesto de granizadas. Cuando Tomás llegó a la entrada el shac shac shac continuo del raspar del granicero le recordó a viejos caminos del occidente, cuando los kilómetros se alargaban con el trinar de las aves del atardecer inmóvil. El sendero de la entrada serpenteaba con cuidado entre geranios rojizos, árboles sonoros de altas copas, y unos cuantos rosales más alejados. Dentro del parque, que de lejos se asemejaba pequeño, era como estar en otra vida, la tierra algo húmeda aspiraba con fuerza los rayos del sol, refrescando el aire, el bullicio de ramas agitadas otorgaba confianza y el cuchicheo de la gente se sentía profundo. Tomás siguió caminando, sin torcer por ninguna ramificación del sendero principal, hasta llegar al epicentro, compuesto por cuatro jacarandas en cada punto cardinal en el anillo exterior, una pérgola completamente trepada por las buganvillas blancas en el anillo interior, un reguero de banquitas de concreto, una fuente a medio llenar de agua cristalina y algunos columpios y pasamanos para los niños. Luego de detenerse unos minutos buscando el lugar preciso, Tomás se enfiló hacia una de las bancas del anillo externo que miraba hacia adentro de aquel mundo. Sentado con una pierna sobre la otra, Tomás sacó de su bolsa un libreto y un lápiz, comenzó por escribir unos garabatos, suavizando la punta de carbón, y luego fijó la mirada sobre un angelito de la fuente. Con trazos cortos comenzó a delinear el gordo rostro de la estatua, a darle las sombras y tonos apropiados de un atardecer bajo los ojos del niño alado. Tomás se daba el lujo, según decía, de nunca dejar un bosquejo a medias: siempre que decidía dibujar algo en su libreta, debía terminarlo, sin importar el costo, siempre había sido así con todo, un tipo verdaderamente meticuloso. En los últimos años muchas de sus obras habían sido presentadas por todo el país en distintas galerías, pero había decidido dejarlo, anunciando su salida del mundo de la pintura un par de años atrás. Ya a esta edad, lo que resta es ser ocioso, decía siempre a sus amistades, que eran un tanto menos viejos que él. El angelito se encontraba rodeado de un jardín terrenal en el cuadernillo de Tomás, casi todo estaba terminado, así que decidió bajar la vista para sacar un cigarro de la bolsa y encenderlo, el sabor de la nicotina lo alivianó lentamente, cerrando los párpados sobre pocas arrugas. Cuando terminó ese respiro y levantó la mirada, se percató que habían bloqueado su foco de inicio. El cigarro se fue consumiendo entre los labios mientras Tomás trataba de distinguir el cuerpo de la mujer bajo el vestido de flores violetas que bailaba sobre ella. Una cabellera azabache, larga y lisa le bajaba por la delgada línea del cuello hasta la espalda media cerrada por un agarrador dorado con forma de mariposa, unas orejitas delgadas coronaban a ambos lados, unos ojos cafés amielados por los últimos rayos del sol se removían bajo las cejas anchas, una nariz achatada saludaba al cielo, sus labios sonrojados acariciaban la cucharita de la granizada sostenida por las manos de largos y finos dedos. Tomás quedó absorto ante la epifanía de la mujer, guardada por la celosa mirada de los ángeles de la fuente. Nunca antes había visto algo semejante, se repetía. Tengo que hablarle aunque sea, sólo escuchar su voz, rogarle que me deje dibujarla y ser enterrado con su rostro. Tomás luego de mil cavilaciones se levantó de la banca y caminó hacia la fuente, dejando la libreta tirada sobre una piedra y el lápiz clavado en la tierra.

-¿Sabías que esta fuente tiene cerca de doscientos años de haber sido colocada aquí?-, dijo Tomás con suavidad al oído de la mujer, mientras esta se volteaba con asombro y fijaba su mirada sobre la de él.
-No, no sabía, imaginaba que era antigua, pero no tanto.
-Sí, fue traída de España, en un barco que, dice la leyenda, naufragó por más de diez meses. La misma fue recogida en la playa, intacta, mientras que de todos los navegantes, incluido el capitán, no sobrevivió ninguno. Luego la gente del pueblo la llevó a la plaza central, donde fue venerada. Con los años algún presidente, originario del pueblo que la encontró, decidió traerla a la capital. Ahora que está en este parque, la gente acostumbra venir a rogar por aquellos que han partido en viajes para que regresen.
-Es una historia muy linda. No creí que fueras tan buen narrador.
Tomás se sorprendió ante la respuesta de la mujer, quien lo miraba con atención, esperando a que hiciera algo.
-¿No creías? No te entiendo.
-Lo siento- dijo ella sonriendo-, es que te he visto varias veces en este parque, siempre ensimismado sobre un librito. Escuché que eres un famoso pintor.
-Ni tan famoso, unas cuantas exposiciones. Pero, ¿cómo es que yo no te había visto antes?
-Quizá sea cuestión del destino, no lo sé.
-Sí, quizá lo sea.
-Por cierto, me llamo Elena.
-Yo me llamo Tomás. Mucho gusto.
-Disculpa la imprudencia, pero, ¿podría ver tu libreta?, siempre me ha llamado la atención.
-Por supuesto.

Ambos se dirigieron hacia la banca, ella se sentó rápidamente y tomó la libreta entre sus manos. Tomás se quedó parado frente a ella, observando la curvatura de sus senos abultados y el roce de sus piernas acabando entre dos zapatos semiabiertos. La luz del atardecer reventaba sobre Elena, dándole un aura de resplandor.

-Estos dibujos son hermosos, pero no veo retratos de nadie, sólo paisajes y estatuas.
-Nunca he encontrado un rostro lo suficientemente hermoso como para dibujarlo.
-Vaya, sí que eres quisquilloso, ¿no?
-No es eso, es que siento que arruinaría el rostro, debe ser muy “puro”-, dijo Tomás haciendo una mueca de inconformidad.
-Puedes hacer un retrato de mí si te parezco lo suficientemente pura.
-Me encantaría intentarlo. Sabes, hace algunos minutos, creo haberme enamorado de ti.
-No deberías decir algo así Tomás, no sabes quién soy.

Tomás bajó la mirada y se sentó junto a ella, sintiendo un olor a albahaca que se desprendía de su cuerpo. Él aspiró lentamente y la miró de reojo. Ella observaba hacia el sol mientras se ocultaba detrás de las ramas. Ambos pasaron los minutos sin hablar, sólo sintiéndose uno junto al otro, y un abismo insalvable entre ellos. El cielo comenzaba a cambiar de color, pasando de un cerúleo a un ardiente rosáceo, cuando Elena se levantó de la banca, agitó su cabeza y volteó con fuerza la mirada hacia Tomás. Este, atónito, apenas logró decir algo antes de que ella se fuera.

-Necesito verte de nuevo, por favor.
-Está bien, trae tu libreta aquí a esta hora dentro de ocho días, antes de que anochezca, quizá te deje hacerme un retrato.
-Aquí te esperaré.
-Adiós Tomás.

Y él no pudo decir nada más, estaba agotado. Esa noche, cuando regresó a su casa, no pudo pegar los ojos, se deshacía en nudos sobre la cama, imaginando a Elena entre sus brazos, deseándola, amándola toda, pensando en el sábado siguiente que la vería, preguntándose en cómo reiterarle que la amaba. Pocas veces Tomás se había dejado llevar por sus pasiones, ni como artista había sido así, toda la vida una persona metódica hasta el tuétano, pero ahora, que ya sentía el peso de los años sobre los hombros, no lograba más que pensar en Elena. Los días de la semana siguieron de largo a una crisis en la vida de Tomás, cambios drásticos habían surgido desde esa tarde. Sus hábitos alimenticios se alteraron por completo, ahora fumaba mucho más, cargaba unas ojeras de espanto y no podía dibujar nada, algo que hacía mérito a su verdadero retiro pensaba él. Llegó el bendito día sábado en la vida de Tomás, quizá el único día que había existido para él. Se levantó temprano, fue a desayunar un café y un atol de haba a una venta que había en una de las calles aledaña al Cerro del Carmen. Regresó a su casa, tomó un largo baño, se vistió con una camisa blanca, un pantalón gris, calzó unas sandalias y salió. Decidió que no almorzaría, el “ayuno” me ayudará a retratarla hoy. Se dirigió a un local en el que vendían lienzos, pinceles y demás artilugios para la pintura. Compró cinco lienzos de un metro por treinta centímetros, una caja de acuarelas y un set de pinceles de distinto grosor. A todo esto, las seis de la tarde se iban acercando, así que decidió pasar por el Cementerio General a comprar unas flores, un ramo de agapantos morados y dos aves del paraíso, para adornar el retrato pensó. Llegó con media hora de anticipación al parque antes del anochecer, colocó una almohadilla sobre la banca, armó el caballete, levantó una piedra y la colocó atrás del caballete como asiento, y dejó reposar las flores sobre la almohadilla. Cuando arregló todo, ya el sol se ocultaba. Sentado entre el lienzo y la fuente y la banca y los árboles y todo el parque en silencio, Tomás se fue desesperando. Qué raro que aún no haya venido, ojalá no le haya pasado nada. No sé por qué accedí a esta hora, es un riesgo enorme, para como están las cosas hoy día. Tomás fue diluyendo lentamente todas las emociones que le habían embargado esta semana, hasta caer en la cuenta de que nada estaba pasando. Decidió recoger la almohadilla, desarmar el cabestrillo, coger el lienzo y las acuarelas. Regresó la piedra a su estado original. Al tener todo listo, se sentó sobre la banca junto a sus flores, a ver la bendita fuente y los angelitos. La noche se volvía cada vez más espesa, y la luna brillaba por lo alto, blanqueando las copas de los árboles. Tomás sacó un cigarrillo para encenderlo, pero al lanzar el fosforazo vio un destello sobre la fuente, justo en la mano de uno de los angelitos. Se acercó cuidadosamente, viendo en todas direcciones, como si hubiera encontrado un tesoro y trataran de robárselo. Al llegar a la fuente, estiró un brazo para tomar el objeto resplandeciente. Lo apretó con fuerza entre los dedos y lo acercó al rostro. Una mariposa dorada con sendos ganchos brillaba en la mano de Tomás. Este reconoció al instante el prendedor de Elena. Lanzó con todas sus fuerzas el objeto dorado a la fuente, haciendo ondas sobre el límpido espejo de agua, mientras el prendedor se hundía lentamente y rebotaba en el fondo, brillando austeramente bajo el manto nocturno de las estrellas.

2 comentarios:

Maria Andree dijo...

WOW ESA FOTO es perfecta para la entrada!!!!
Y si quiero otro cuento express me lo hace? jajajaja... le quedó bien :D

Maria Andree dijo...

Resulta o que lo olvidé o alteró varias cosas.
En cualquier caso. Sigo leyéndolo una y otra vez y siempre albahaca me provoca detenerme 5 o 8 segundos para recordar a qué huele.