-¿Sabías que esta fuente tiene cerca de doscientos años de haber sido colocada aquí?-, dijo Tomás con suavidad al oído de la mujer, mientras esta se volteaba con asombro y fijaba su mirada sobre la de él.
-No, no sabía, imaginaba que era antigua, pero no tanto.
-Sí, fue traída de España, en un barco que, dice la leyenda, naufragó por más de diez meses. La misma fue recogida en la playa, intacta, mientras que de todos los navegantes, incluido el capitán, no sobrevivió ninguno. Luego la gente del pueblo la llevó a la plaza central, donde fue venerada. Con los años algún presidente, originario del pueblo que la encontró, decidió traerla a la capital. Ahora que está en este parque, la gente acostumbra venir a rogar por aquellos que han partido en viajes para que regresen.
-Es una historia muy linda. No creí que fueras tan buen narrador.
Tomás se sorprendió ante la respuesta de la mujer, quien lo miraba con atención, esperando a que hiciera algo.
-¿No creías? No te entiendo.
-Lo siento- dijo ella sonriendo-, es que te he visto varias veces en este parque, siempre ensimismado sobre un librito. Escuché que eres un famoso pintor.
-Ni tan famoso, unas cuantas exposiciones. Pero, ¿cómo es que yo no te había visto antes?
-Quizá sea cuestión del destino, no lo sé.
-Sí, quizá lo sea.
-Por cierto, me llamo Elena.
-Yo me llamo Tomás. Mucho gusto.
-Disculpa la imprudencia, pero, ¿podría ver tu libreta?, siempre me ha llamado la atención.
-Por supuesto.
Ambos se dirigieron hacia la banca, ella se sentó rápidamente y tomó la libreta entre sus manos. Tomás se quedó parado frente a ella, observando la curvatura de sus senos abultados y el roce de sus piernas acabando entre dos zapatos semiabiertos. La luz del atardecer reventaba sobre Elena, dándole un aura de resplandor.
-Estos dibujos son hermosos, pero no veo retratos de nadie, sólo paisajes y estatuas.
-Nunca he encontrado un rostro lo suficientemente hermoso como para dibujarlo.
-Vaya, sí que eres quisquilloso, ¿no?
-No es eso, es que siento que arruinaría el rostro, debe ser muy “puro”-, dijo Tomás haciendo una mueca de inconformidad.
-Puedes hacer un retrato de mí si te parezco lo suficientemente pura.
-Me encantaría intentarlo. Sabes, hace algunos minutos, creo haberme enamorado de ti.
-No deberías decir algo así Tomás, no sabes quién soy.
Tomás bajó la mirada y se sentó junto a ella, sintiendo un olor a albahaca que se desprendía de su cuerpo. Él aspiró lentamente y la miró de reojo. Ella observaba hacia el sol mientras se ocultaba detrás de las ramas. Ambos pasaron los minutos sin hablar, sólo sintiéndose uno junto al otro, y un abismo insalvable entre ellos. El cielo comenzaba a cambiar de color, pasando de un cerúleo a un ardiente rosáceo, cuando Elena se levantó de la banca, agitó su cabeza y volteó con fuerza la mirada hacia Tomás. Este, atónito, apenas logró decir algo antes de que ella se fuera.
-Necesito verte de nuevo, por favor.
-Está bien, trae tu libreta aquí a esta hora dentro de ocho días, antes de que anochezca, quizá te deje hacerme un retrato.
-Aquí te esperaré.
-Adiós Tomás.
Y él no pudo decir nada más, estaba agotado. Esa noche, cuando regresó a su casa, no pudo pegar los ojos, se deshacía en nudos sobre la cama, imaginando a Elena entre sus brazos, deseándola, amándola toda, pensando en el sábado siguiente que la vería, preguntándose en cómo reiterarle que la amaba. Pocas veces Tomás se había dejado llevar por sus pasiones, ni como artista había sido así, toda la vida una persona metódica hasta el tuétano, pero ahora, que ya sentía el peso de los años sobre los hombros, no lograba más que pensar en Elena. Los días de la semana siguieron de largo a una crisis en la vida de Tomás, cambios drásticos habían surgido desde esa tarde. Sus hábitos alimenticios se alteraron por completo, ahora fumaba mucho más, cargaba unas ojeras de espanto y no podía dibujar nada, algo que hacía mérito a su verdadero retiro pensaba él. Llegó el bendito día sábado en la vida de Tomás, quizá el único día que había existido para él. Se levantó temprano, fue a desayunar un café y un atol de haba a una venta que había en una de las calles aledaña al Cerro del Carmen. Regresó a su casa, tomó un largo baño, se vistió con una camisa blanca, un pantalón gris, calzó unas sandalias y salió. Decidió que no almorzaría, el “ayuno” me ayudará a retratarla hoy. Se dirigió a un local en el que vendían lienzos, pinceles y demás artilugios para la pintura. Compró cinco lienzos de un metro por treinta centímetros, una caja de acuarelas y un set de pinceles de distinto grosor. A todo esto, las seis de la tarde se iban acercando, así que decidió pasar por el Cementerio General a comprar unas flores, un ramo de agapantos morados y dos aves del paraíso, para adornar el retrato pensó. Llegó con media hora de anticipación al parque antes del anochecer, colocó una almohadilla sobre la banca, armó el caballete, levantó una piedra y la colocó atrás del caballete como asiento, y dejó reposar las flores sobre la almohadilla. Cuando arregló todo, ya el sol se ocultaba. Sentado entre el lienzo y la fuente y la banca y los árboles y todo el parque en silencio, Tomás se fue desesperando. Qué raro que aún no haya venido, ojalá no le haya pasado nada. No sé por qué accedí a esta hora, es un riesgo enorme, para como están las cosas hoy día. Tomás fue diluyendo lentamente todas las emociones que le habían embargado esta semana, hasta caer en la cuenta de que nada estaba pasando. Decidió recoger la almohadilla, desarmar el cabestrillo, coger el lienzo y las acuarelas. Regresó la piedra a su estado original. Al tener todo listo, se sentó sobre la banca junto a sus flores, a ver la bendita fuente y los angelitos. La noche se volvía cada vez más espesa, y la luna brillaba por lo alto, blanqueando las copas de los árboles. Tomás sacó un cigarrillo para encenderlo, pero al lanzar el fosforazo vio un destello sobre la fuente, justo en la mano de uno de los angelitos. Se acercó cuidadosamente, viendo en todas direcciones, como si hubiera encontrado un tesoro y trataran de robárselo. Al llegar a la fuente, estiró un brazo para tomar el objeto resplandeciente. Lo apretó con fuerza entre los dedos y lo acercó al rostro. Una mariposa dorada con sendos ganchos brillaba en la mano de Tomás. Este reconoció al instante el prendedor de Elena. Lanzó con todas sus fuerzas el objeto dorado a la fuente, haciendo ondas sobre el límpido espejo de agua, mientras el prendedor se hundía lentamente y rebotaba en el fondo, brillando austeramente bajo el manto nocturno de las estrellas.