Las luces de
nadie lo notara. Benjamín caminaba despacio rodeando la fuente central apagada, el
estanque límpido reflejaba el azabache de las nubes del cielo justo antes de que se
desparramara en lluvia. Él lanzó la colilla del cigarro aún encendida que cayó haciendo
piruetas de mosca sobre las baldosas de concreto. Sin necesidad de entrar en contacto
con las gotas, Benjamín sentía la humedad azarosa que se respiraba por esos días de
octubre. En el fondo la antena de un edificio acababa en intermitencias rojas y el Portal
del Comercio se alargaba ufanándose. Luego de cinco minutos estáticos en el centro
de todo, Benjamín regresaba hacia su cansado apartamento en un segundo piso frente
a
conciencia y volvía armarla y las gotas de lluvia parecían traspasar su ropa, cortar
profundas heridas en la piel y deslizarse hasta su vientre, venciéndolo, derrumbándolo,
carcomiéndolo lentamente desde dentro. Las calles vacías en la madrugada le
reconfortaban, ni un carro, ni un grito, ni un lamento, ni un suspiro se escuchaban más
allá de su acompasado caminar, solo el repiqueteo de la lluvia se hacía presente.
Su respiración agitada chocaba contra las paredes, las ventanas y sus casas.
Anónimo de pueblo grande llegó al apartamento y se encerró en una oscuridad
más densa que la de afuera, lanzó su abrigo al suelo y repasó con la mano su
rostro empapado, un escalofrío le recorrió la médula y acabó en sus pies también
mojados. A tientas de ciego buscó el interruptor de la luz y lo presionó, cosiendo
instantáneamente las paredes blancas, un par de libreras de caoba con mil ejemplares
revueltos, una cama sin hacer y un crucifijo metálico colgado sobre la pared, después
la luz rebotó en las ventanas y observó su pálido reflejo, un cuerpo escueto y apenas
sostenido por delgados huesos, una piel pegada a estos, unos ojos hundidos y pómulos
chupados, una frente prominente y unas cuantas canas sobre el castaño de su cabello
enmarañado. Se recostó sobre la cama olvidando apagar la luz, irritándose y maldiciendo
por lo bajo, separódeunsoloyapagólaluzregresandoa la cama. Aún no lograba discernir
la noche de hoy, todo un amasijo de ideas, de recuerdos, de Mercedes. La imaginó
como hacía veinte años, cuando se conocieron, él un estudiante de Derecho y ella de
Farmacia. Su cabello largo y ondulado, sus piernas largas, busto pequeño, los ojos
avellanados y la piel nacarada de Mercedes lo distrajeron por completo una tarde
de jacarandas, cuando leía sentado en la acera. Desde ese entonces, algo había
germinado en él, una creciente desazón. Logró averiguar quién era y cómo se llamaba,
inventó mil formas para encontrarla de nuevo, hasta que en una conferencia la vio
sentada, delante, con un cuaderno pequeño tomando apuntes. Ese día la invitó a salir,
ingrávido, a tomar un café, ella muy a gusto aceptó. Continuaron saliendo hasta que
ella le presentó a su familia, luego cerraron la universidad y decidieron ir a vivir juntos.
Con los años y sus desavenencias ella fue enfermando, nadie podía explicar lo que le
ocurría, decidieron sacarla del país para hacerle unos exámenes, y ella le había rogado
a Benjamín que se quedara acá, que no quería que la viera de esa forma. Benjamín se
fue durmiendo lentamente entre los recuerdos de la niña de Farmacia que recordaba.
La chispa reventada que saltaba de cable espigado en espigado cable de regreso
despertó a Benjamín. Poco a poco fue sintiendo la gravedad sobre el cuerpo, la
ausencia de las sábanas que estaban tiradas en el suelo, el inesperado frío de la
mañana, el traqueteo de las motos y las camionetas, la convulsión del centro en su
pequeño apartamento. Fiel al desvelo no esperó un instante más en la cama, tomó
un baño helado, se vistió con un pantalón negro, una camisa blanca, amarró una
corbata dorada al cuello, calzó unos zapatos de cuero, cubrió todo con un saco
azul alargado, y terminó con una bufanda sobre la espalda. Salió a la calle y bajó
hacia la octava avenida, se detuvo en una tienda y compró una cajetilla de Payasos
y una coca-cola. Con cigarro en boca y agua en manos, se enfiló hacia el Mercado
Central. La fachada trasera de
entrada a unas catacumbas del insigne clero y uno que otro presidente hacían de
guardia para la entrada al mercado. Una muralla de algarabía de aves cubría la entrada
con una pérgola de cedro semicircular y unas cuantas banquitas que usaban niñas
en faldas escocesas más una pila de piedra con tres cántaros gigantes de barro,
atravesaban unas monjas de corte morenitas la pequeña plaza, un vagabundo
tambaleante con tenis destrozados y barbado esperaba la venida de Dios a
entre dos ficus enormes. Benjamín se introdujo en el mercado subterráneo, en el
primer nivel <
collares de jade falso, toda clase de objeto encuerado, sombreros de petate y todo
remarcado con el sello de Guatemala. Siguió descendiendo al segundo nivel, el
aroma a fruta fresca y semilla le golpeó de pronto, un pasillo repleto de carne
continuaba al fondo, vendedoras gritando y ofreciendo, doñas regateando, patojos
chispudos de un lado a otro, radios a todo volumen, basura degradable cubría todo
el piso. Benjamín siguió hacia la sección de los comedores, buscó el más limpio en
apariencia, jaló un banquito de plástico y se sentó, ordenó un atol de habas con
chile y unas tiritas de estómago. Mientras comía tomó un periódico apilado del día,
y leía los hechos del fin de semana que acababa de pasar, cuando perdió todo apetito
al leer que Elvia Elizabeth Acs Rax, de veinte años, y su esposo Belizardo Cho Rax
viajaron desde Chisec a la capital hace tres días en busca de trabajo. Cuando se
quedaron sin dinero decidieron pasar la noche en una casa abandonada en la sexta
avenida y vía cinco, zona cuatro. Sin embargo, cuatro sujetos irrumpieron el lugar,
golpearon al marido, violaron a la joven y luego la mataron a golpes. Dejó todo a
medias y pagó la cantidad exacta, por último compró un arroz en leche y salió del
mercado. Encendió un cigarro y entre sorbo y humo, fue al antiguo Palacio de
Correos. Unas puertas gigantescas de madera con bronce enchapado permitían la
entrada a un sinfín de niños. Benjamín subió unos escalones de mármol atravesando
la recepción dejando atrás el ruido de sellos contra cartas y hojas. En el segundo
piso una exposición de primas gigantes que cambiaban de tonos celestes a intensos
rojos llenaba el corredor de baldosas con azulejos amarillos. Un conjunto de cuerdas
interpretaba a Vivaldi en alguno de los salones del ala este del edificio. Benjamín llegó
hasta el aula 209, tocó la puerta con resignación y esta se abrió con fuerza. Un hombre
de baja estatura y calvo, con una camisa floreada, unos pantalones de casimir y sandalias
sonreía a Benjamín.
- No esperaba verte tan pronto, siempre puntual, no como el resto.
-Ya sabes cómo soy, David, un neurótico amargado.
-Creeme que te entiendo -no, vos no me entendés ni rosca pensó Benjamín.
El suelo de la pieza estaba alfombrado en triángulos, un escritorio amplio dominaba el
centro, con una araña vetusta llena de focos inservibles, una ventana ovalada daba hacia
la calle y permitía que se colara un poco de luz. Ambos hombres se sentaron y David
sacó de un armario pequeño una botella de whisky y dos vasos de base cuadrada.
Sirvió un poco en cada uno y ofreció el debido a Benjamín.
-Cada día me cuesta más, las madres envían a sus hijos creyéndolos superdotados
por ver tanto esos canales “educativos” en la televisión. Creen que esto de aprender
ajedrez los hará infinitamente sabios -decía David, mientras Benjamín separaba el vaso
de los labios rajados y tragaba rasgado. Pero no, ni uno solo pega bola, solo andan
por ahí picándose la nariz con los peones.
-Ni me lo imagino.
-Claro que no te lo imaginás, es imposible esta mierda, ya estoy harto.
-Dejalo entonces, sabés que no necesitás el trabajo.
-¿Qué haría con mis días? ¿Morirme enterrado en un sillón? Ni verga, prefiero esto
antes que la jubilación autoimpuesta.
David sacó un tablero de ajedrez del escritorio y una bolsa de cuero con las piezas.
Los indios, los caballos, los curas, los campanarios y los reyes católicos se ordenaron
sobre los cuadros blancos y negros. Benjamín encendió otro cigarro y lo dejó sobre
un cenicero de cobre. El sol comenzaba a bajar lentamente en el cielo rasgado. Los
dos se vieron un momento y comenzaron a jugar. Benjamín abrió con
-Sos tan predecible, Benjamín. Siempre con tus aperturas románticas.
En el cuarto solo resonaban los clacs del cronómetro y el arrastre de las piezas.
-Mirá David, necesito pedirte un favor.
-¿Es por eso que estás jugando tan mal verdad? Estoy a cuatro pasos del mate y
lo sabés.
-¡Escuchame! -gritó Benjamín, lanzando el tablero al suelo. Mercedes murió ayer,
su hermano llamó para decirme. No soportó la cuarta operación, los doctores no
pudieron hacer nada. Benjamín seguía fumando mientras se colocaba el saco y se
marchaba ante David, quien se paró y caminaba de un lado a otro, sin decir nada.
Ya afuera, Benjamín dejó una carta que llevaba en la bolsa en el buzón del correo.
El sopor de la tarde se adueñaba de los transeúntes y Benjamín solo caminaba.
Llegó a su apartamento, abrió una botella de coñac y dio un gran trago, apretando
los párpados. Ordenó toda la pieza, dejó sin arrugas la cama, levantó todas las
novelas tiradas, cerró las puertas con llave, corrió las persianas cubriendo las ventanas.
Apagó las luces, sacó un cigarro del paquete, de un fosforazo haló la llama e inhaló
profundamente. La nubecita de humo se expandió hacia todas partes. Benjamín se
acostó sobre la cama, de la mesa de noche a su derecha jaló la gaveta y sacó un revólver
con tres balas. Cargó el arma y dejó sentir el metal congelado en la sien, apagó el
cigarro. Cogió las colchas a sus pies y se tapó con cuidado, cabeceó sobre la almohada
un par de veces y dispuso pensar en el día siguiente, en la hora a la que se despertaría,
en lo que compraría para desayunar y el breve aroma del perfume de Mercedes se le fue
colando finamente en la nariz, mientras repasaba el día siguiente, organizando todo el
siguiente día, angustioso día siguiente, y la imagen de Mercedes fijada ahí, el hálito
perpetuo y el siguiente día aún reponiéndose de la inminencia que daría la ausencia de
Mercedes, de esos ojos cándidos y brillantes, de su sonrisa fugaz y del día siguiente
reverberando, a lo lejos ya, sin Mercedes nunca más para siempre, y no hallaba otra
cosa que Mercedes, el día había perdido todo su sentido, solo Mercedes seguía,
continuaba, inmutable y perfecta antes y delante de todo y cualquier otro día, y otra
hora y otro minuto y otro segundo y Mercedes infinita hasta la repetición de todos
los tiempos, hasta que lograba dormirse en un sueño abismal y dejaba de pensar,
solo murmullo de Mercedes.
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